Agarrar los cuernos por el toro

Alejandro Cernuda



Descubrí a mi amante siendo cogida por un camionero en la garita de un lugar que ya no quiero acordarme… Esa noche yo andaba con mis tragos –aún era por fiesta y no por costumbre- ya no sé qué celebrábamos en aquella fecha. Yo no estaba tan enamorado ni ella tampoco, ni el camionero. Y tal vez no hubo nada más desconcertante para mí que su empecinamiento en no abrirme la garita cuando sólo quería no hablar como un imbécil con una puerta cerrada. Ella no me abrió pero no había violencia en mí, ni siquiera dolor por el orgullo. Sólo esa estúpida vanidad de mi inteligencia, en ese momento casi de Holmes. 

Al otro día recogí mis cosas e inicié un viaje que había pospuesto por demasiado tiempo. Ella era lo único que me ataba a uno de esos mundos que acogemos porque nos sentimos cómodos, y se acomodan los objetos y las sensaciones para hacernos una traición de tiempo. Me fui al carajo, a ver a mi amigo Javier Castro, que por aquella época se había convertido en el escritor de un libro publicado que, pese a ser en una editorial provincial, para quienes no lo habíamos logrado significaba un salto cuantitativo espectacular. 

Yo tenía algo de dinero. Tomé un coche de alquiler, luego otro y otro. El salto de pueblo en pueblo se sucedió desde Palmira hasta Puerto Padre. Más de setecientos kilómetros divididos en tramos de treinta o cuarenta. Entre el polvo y la música de traiciones y amores prohibidos. Pensé entonces que la mitad de los seres humanos habían pasado por lo mismo que yo. Algunos hicieron buen negocio contándolo. Lo recuerdo perfectamente y no sé por qué. Los nombres de las canciones, el brillo cegador de algún CD al salir de la garganta de la reproductora. Recuerdo el polvo rojizo, los vendedores de, queso, gallinas, frutas, ristras de ajos. El cambio de la pronunciación en el idioma. Recuerdo aquella Lesbiana que se apodaba Miami, en Ciego de Ávila, que trató de convencerme –la gente huele el dinero- para que detuviera mi camino en esa bella ciudad. Miami bebía ron con tres tipos más y aparentaba una masculinidad forzada, crecida en su vulgaridad y pese a todo imposible de convencer, pues tenía un culo y un pelo que ya le habría gustado abaratar. 

Javier no sabía de mi llegada ni hizo falta explicar. Luego de dos horas de esperarlo fue él quien pareció llegar de visita. Llegó con un pie escayolado para sorpresa de sus padres. Me encontró tirado en una hamaca en el rancho sin paredes y con el techo fabricado con hojas de caña. Compramos ron entonces y así empezó el primero de aquellos quince días –así comenzaron todos e imagino siguen- El gran denominador común de Cuba era la crisis y por tanto la variedad de recursos de la supervivencia. Yo me había desplazado más de setecientos kilómetros, era de esperar interesantes descubrimientos. Nos bañábamos con jabón hecho de un sebo negro que más que limpiar nos cambiaba la mugre por otra. Javier regenteaba un alambique para colar alcohol que es uno de los artefactos más ingeniosos que ha parido al Madre Necesidad: un tanque picado y lleno de agua servía para refrescar un serpentín que parecía haber sido robado de los laboratorios de la NASA. Era de un metal desconocido y brillante y por tanto efectivo. Los relojes medían la presión y la temperatura dentro de un antiguo balón de oxígeno, donde se hervía el caldo de mieles. Un densímetro para saber la concentración de alcohol. Vasos con medidas para catar. Toda una industria bajo aquel pobre ciruelo que de seguro murió borracho. 

El patio era gobernado por una cerda arqueada y flaca a la que llamaban “Serrucho”. La vi tantas veces y en tantos viajes que llegué a pensar en su inmortalidad, en que su flaqueza o algún embrujo la protegía del hambre generalizado. En las calles sólo se vendían plátanos en todas sus versiones posibles, la más popular era asado y -luego de macerar- en forma de croquetas. Hay que decir que el único cambio que trajo mi visita fue la calidad de la bebida. Pues me negué a probar de aquellos alcoholes calientes y me las arreglaba para comprar siempre alguna botella. Lo cual significaba primero canjear mi dinero por moneda convertible y evitar la mirada curiosa de la gente, pues por aquellos tiempos nadie se daba esos lujos. Tanto así que en dos ocasiones me visitaron para proponerme la venta de alguna vivienda. 

Salíamos todas las noches a comer plátanos y a beber. Javier cojeaba a mi lado. Éramos pobres y felices. Comprábamos una buena cantidad de croquetas envueltas en un papel color cartucho y nos sentábamos en el parque a hablar de literatura y ajedrez. Siempre alguien se aprovechaba con campechanía de alguna relación con Javier y practicaba lo que en Cuba llamamos pegarse la gorra. Una de esas noches apareció un tipo con pinta de hippie, y sin otra carta de presentación que: Yo te conozco a ti –evidentemente se dirigía a Javier- ¿Tú no eres el que trabaja en la radio? Era, y por tanto este nuevo amigo fue bien recibido sin que Javier lo hubiera visto nunca en la vida. 

No recuerdo su nombre pero luego de aquella noche no pasó un solo día sin mencionarlo. Era el dolido, el despechado –reconozco que mi burla estaba fuera de lugar- que iba de parque en parque, de grupo en grupo, contando una historia parecida a este poema de bolaño. Y le había roto el corazón y de qué manera. Él la trajo de Cienfuegos –de mi ciudad- la había alimentado y ayudado a peinar su fabuloso cabello. Él la había conducido durante meses por los sabrosos caminos del rock. Le enseñó las covachas de los hippies, la marihuana, el dulce compás que se produce entre el metal y la borrachera. Y ella, convertida de repente en la reina de aquel diezmado pero entusiasta grupo de jóvenes que defendían su cultura entre carretoneros y son. Ella lo abandonó por un tipo que, gracias a la abundancia de tatuajes, lo apodaban “el periódico”. 

Este dolido quería matar, y se arrastraba de grupo en grupo con esa frase en los labios. A ella no, a él. Pero la gente le advertía porque Periódico era un tipo duro y él, ya lo podemos imaginar… Bastaba solo embarrarse el pico –como lo hizo con mi ron- para que desbordara en ese momento todo el dolor que llevaba adentro, no lo podía controlar. Hablaba de Y. con demasiado amor y a la vez con una intimidad impúdica. Terminaba entonces en la indignidad de contarle a todos, de hacer bufonadas en las que imitaba las formas en que había ganado con ella. Era su manera de humillarla, no le quedaba otra. Se ponía en ridículo a la vez que la caracterizaba como una mujer demasiado impúdica delante de un grupo de machos que luego la soñaban, soñaban que le dibujaban tribales con semen en los pechos, que la hacían sufrir por el culo –porque es lo que más le gusta, repetía él- y luego todos la repudiaban de alguna manera. 

Javier si conocía a Y. y cómo no iba a ser así, pues todos los hombres del pueblo estaban de acuerdo en que pese a lo puta que fuera, o sucia o lo que sea que caracterice a ojos de los guajiros su condición de friki, no había un cabrón en todo el pueblo que negara su condición de hembra completa. Tenía eso que ya Maupassant definió en alguna parte como la no necesidad de poseer otra cosa que belleza. Por otra parte, las aberraciones que se pueden hacer entre dos personas de sexo contrario están limitadas por el cliché y eso, la experiencia humana la salvaba. Hablaban mal de ella y las conversaciones terminaban en una ansiedad sutil, en un perdón velado.  

Yo miraba a las otras chicas y trataba, hasta dónde me permitía mi propia timidez e igual característica, pero descomunal en Javier, quien me frenaba todo el tiempo con pretextos y advertencias propias de los peligros en un ambiente donde todo el mundo se conoce. Así, fui presa fácil de camareras que quise enamorar a propinas y vividoras de noches aburridas. 

Él trabajaba en la radio, recuerdo que con un tipo flaco, que tenía el negocio de dejarse una barba de chivo al estilo Ho Chi Min, pues su tía de Estados Unidos le pagaba unos cien dólares de vez en cuando para que se la cortara. En esa pequeña emisora Javier dirigía un programa cultural, abalado por su libro y su enciclopédico conocimiento de la cultura campesina local. Uno de esos días, a causa de las continuadas borracheras, se encontró con guión en blanco. Entonces me dijo, vamos, pues te haremos una entrevista a ti para salir del paso. Pero yo no tenía currículo ni acervo, jamás había escrito hasta ese momento y pese a tener una idea vaga de que tarde o temprano lo iba a hacer, no era suficiente para ganarme el micrófono. 

Mentimos entonces, como un juego de niños. La emisora tiene sólo sesenta kilómetros de alcance, me dijo, nadie se va a enterar. Hablé por los codos. Respondí preguntas sobre la cultura en Cienfuegos, sobre escritores. Inventé nombres, libros, premios, con tal de salvarle el pellejo a mi amigo. Del otro lado de la cabina me miraban con ojos de aprobación y respeto un grupo de trabajadores curiosos, reunidos ante la presencia de tal escritor. Allí, tal vez unos pocos años antes de recibir el Nobel, eso era seguro a juzgar por las cosas que decía. 

Claro que nos dimos la mano. Me felicitaron. Les contrariaba un poco que no hubiera traído libros para regalar. Querían leer mi obra, eso era seguro. No sé si hoy tienen el mismo empeño. Comencé así mi carrera mediática con una falsa entrevista, sin otra intención que la de salvar el trabajo de Javier Castro. Él tiene la culpa, hago constar. Luego de eso mi fama fue imparable en Puerto Padre. Fama de unos días en los que asistí a actividades culturales y di mi opinión literaria en aquel taller literario donde el escritor estrella trabajaba como sepulturero. 

Pero me cansé de Javier y su escayola sin grafitis. Me harté de aquel desperdicio de días y dinero sin sexo. Me fui a un hotel entonces. No me acuerdo del nombre, pero sí que tenía las paredes de cartón y como únicos huéspedes a un duende borrachín que me enseñó a conseguir que abrieran la puerta en las noches. Alicia, la llave, había que gritar con fuerza porque tal vez como uno de los atractivos del hotel estaba el de tener la recepción en el segundo piso. Alicia, la llave… aprendí a vencer la timidez con ese grito. Javier y yo seguimos saliendo todas las noches. Cuando me dejaba en el hotel ya estábamos demasiado borrachos para pensar en otra cosa que no fuera la horizontalidad perfecta de una cama. No quedaba más, y al amanecer de las 11 de la mañana bajar al restaurant donde me trataban con la familiaridad propia con que se atiende a un hombre demasiado joven para no ser otra cosa que un estudiante en vacaciones. 

En pocos días ya andaba por la cocina del hotel. Ordenando por mi cuenta las pequeñas raciones de congrí sin una gota de aceite y minúsculos filetes requemados por la misma ausencia. Luego llegaba Javier con los requiebros de su madre, quien me pedía el regreso al hogar, como el hijo pródigo, o si no, pues a beber. Una mañana que llegó sobresaltado porque de Las Tunas, la capital provincial, habían llamado para saber por qué el famoso escritor de Cienfuegos había tenido la descortesía de no pasar por la sede de la Asociación de Escritores de la ciudad, y a su vez me invitaban a hacerlo lo antes posible, pues el público abúlico me necesitaba… ¿Qué hacer entonces? Nuestra extrema juventud hacía aparecer el peligro en todas partes. Pensábamos que de un momento a otro se iba a presentar una delegación de intelectuales –hasta imaginábamos la furgoneta en que vendrían- y al descubrirse la mentira iban a cargar con nosotros hacia la policía. Aún recuerdo el temblor con que Javier hizo desaparecer el manuscrito de aquel cuento que comenzaba con la frase: La rubia entró en la habitación en el momento en que Lenin estaba cagando. 

El pequeño hotel se convirtió en una trampa con paredes de cartón. Dejé de masturbarme, pese a que en la habitación contigua seguía ese tipo de sexo que tienen ciertos affaires que por largos se convierten más en un asunto de conciencia, de cumplir, que en el legítimo salto de ganas que debe dominar esas situaciones. Las paredes de cartón me permitían ser testigo de las conversaciones y en ella iba anotando con lápiz las veces que la cama rechinaba. Era un estudio bastante serio del tiempo y el ritmo de los amantes de ocasión… Todo aquello desapareció camuflado por el miedo. 

Me voy, le dije a Javier mientras estábamos en el mercado para comprar ron. Javier tenía y aún, esa expresión de hombre metódico. Hizo un ademán para acomodar sus muletas. Demoró la respuesta: Mañana mejor. Hoy tenemos esa lectura… no van a venir hoy… Y en ese momento entró ella. No tuve dudas ni esperé a que mi amigo volviera a cortarme la inspiración. No la había visto antes ni hacía falta. Me acerqué y le dije. ¿Eres Y., verdad? Ella me miró sorprendida. A qué tanta fama que un tipo normal, probablemente más joven que tú se te acerque en un pueblo desconocido para ambos y te diga con esa cara, esa sonrisa de imbécil obnubilado por sabrá Dios qué fama. ¿Eres Y., verdad? ¿Y tú cómo lo sabes? Era como decirme, ¿no te has mirado en el espejo, no me has mirado a mí? No teníamos nada que ver. Pero ella sonrió cuando no tuve más remedio que decirle que todos sabíamos su condición de Tribuna Abierta en el momento del sexo. Ah, a ti también te habló de mí.  Esta especie de conocimiento previo nos amistó al punto de que Javier se vio obligado a participar de la conversación y con esa amabilidad oportuna la invito a nuestra actividad nocturna. Una lectura de su libro que iba a tener lugar en la Casa de la Cultura. 

Pere a que en la lectura Y. se apareció con Periódico, se mostró amable conmigo. Tal vez el tema de pertenecer ambos a la misma ciudad y el conocimiento común de un par de personas propició su gesto de sentarse conmigo mientras Periódico se quedó en la puerta y Javier leía frente al exiguo público. Reímos mucho ella y yo, pero supe que se sentía a salvo de mí. Hubo siempre ese algo de perdonavidas en ella. Javier alzó la vista de su libro, hizo una pausa y me señaló la puerta. Había en aquel gesto algo de premonición fatal, y en efecto. Periódico bebía tranquilamente, sin importarle un carajo lo que sucedía a su alrededor, pero al tiempo con un respetuoso espanto por las cosas que no conocía. Detrás de él, desde la calle, me observaba con rencor y tal vez envidia, aquel hippie hablantín y despechado. Sin dudas la seguía a todas partes. Y. también lo notó, pero no le dio importancia. 

En tanto yo había sufrido en silencio las piernas desnudas y cruzadas de Y. a mi lado. La vista se me caía allí y ella no mostró el más mínimo pudor. Mi abstinencia tácita se resquebrajó y decidí romper las ataduras esa noche. Luego de una breve ronda en un restaurant cercano al malecón que fungía luego de las diez de la noche entre antro para marineros y jineteras desempleadas, fingí que tenía sueño. Javier me acompañó hasta la puerta del hotel y se marchó a su casa. Subí a mi habitación, tomé algunos billetes y me fui de nuevo a la discoteca. En todos los ambientes estratificados la presencia nueva siempre llama la atención. Es una pequeña ventaja y saberla aprovechar puede traer buenos resultados. De estas cosas yo sólo tenía la intuición; pero con eso bastaba, pues la juventud también resuelve muchos problemas. 

Compré una cerveza y me senté en una silla aislada. Hay que decir que por esa época no beber ron y en cambio sí de una lata de cerveza significaba tamaña especulación dada la escasez de dinero. No pasó nada con la primera, pero cuando pedí la segunda un movimiento mágico, una ronda orgiástica comenzó a suceder a mi alrededor. Dos chicas se sentaron conmigo sin decir nada. Otra me trajo un vaso de ron, otras me invitaron a bailar. Todo el mundo me observaba desde las mesas donde los chulos de barrio se reunían con una botella de ron y un par de latas de refresco. Una de las muchachas me preguntó y le dije que estaba esperando a un amigo. Permanecieron calladas entonces hasta que a las doce de la noche desaparecieron sin dejar zapato alguno. Las luces se encendieron y un negro apareció dando palmadas y diciendo que estaba bueno por hoy. No había ningún barco en el muelle y por tanto todas las jineteras veían pasar otra noche en vano. Y yo también. Fui uno de los últimos en salir y la gente se había acomodado en el malecón. 

Busqué allí un sitio. Aún conservaba mi lata de cerveza. Me senté lejos de los grupos, a beber tranquilamente. Volvieron aquellas dos chicas y me dijeron entonces. ¿Con cuál de nosotras prefieres irte? Fue una frase demasiado directa para un tímido, pero mantuve la calma. Con las dos, dije. Ellas se miraron asustadas. Callaron, luego rieron y alegaron: Pues si tienes para las dos, por nosotras no hay problema. Eso de “Si tienes para las dos” yo no supe en ese momento si se referían a mi vigor o a mi dinero, pero tampoco me importó, ambas cosas estaban seguras. Nos fuimos al hotel entonces. Alicia casi pareció orgullosa de mí en el momento que puso sobre el mostrador de la recepción una botella de ron y dos cajas de condones. No me miró un segundo, pero los rasgos de su cara demostraban cierta alegría. En la habitación, mi guarida ya, como perro viejo no cometí el error de mis vecinos. Puse el colchón en el suelo y ayudé en lo que pude a desnudarse a aquellas dos chicas que se precipitaron a hacer su trabajo sin miramientos luego de que les entregué algunos billetes. 

Javier, como Alicia, tampoco demostró sorpresa cuando le conté al otro día. Tal vez se haya sentido un poco traicionado, pero… bueno, había dos chicas nada más, qué otra cosa podía hacer yo. Se sintió orgulloso de mí, creo; aunque hoy sé que no había motivos suficientes. Recogí mis cosas y me marché ese mismo día. Cuando llegué a Palmira con quien primero me encontré fue con aquella traidora de garita cerrada. Por esas cosas extrañas ella tenía el brillo en los ojos de las personas que desean verte. No era alivio, no se sentía culpable de nada ni pretendió explicarme. Yo no sabía que en mi cuello traía una marca de la frenética noche anterior y ella al descubrirla se echó a reír. Entonces sí estaba aliviada de saber. Orgullosa incluso, y comprendí al fin que el orgullo  de Alicia, de Javier y el de esta pequeña puta que hoy es mi buena amiga, no estaba emparentado con el terrible afán machista de nuestra condición humana local, sino con un cariño más personal hacia mí, con una fragilidad de corazón que ellos notaban. Tal vez con razón o tal vez no.

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