Viaje a la Alhambra. Washington Irving en la memoria de Granada

Alejandro Cernuda


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Si uno decide irse al Alhambra desde el centro de la ciudad, vía barrio del Realejo, no debe pasar de largo frente al museo de la Casa de los Tiros. Hay pocos espacios tan adaptados a los influjos poéticos del tiempo como ese pequeño museo del que no es importante dilucidar de qué va, solo entrar en él y más que ver, leer.

No me he quedado nunca con tantas ganas de seguir en un museo como aquella mañana en que el Castillo Rojo nos llamaba a la carrera, pues las entradas son difíciles de conseguir, y sea esta la característica más conocida del Alhambra luego de su tamaño y su singularidad.

A unos metros de allí vivió Manuel de Falla, quien vivió en muchas partes pero de esta ciudad dijo: Me siento en Granada como en el centro del mundo, como si Granada fuera un pequeño país.  Y a propósito de Manuel y de otros como Lorca o el propio Washington Irving, hay que entender algo de esta ciudad antes de visitarla: no hace alarde de sus tesoros y muchas veces causan esos pequeños placeres de encontrarlos por casualidad.

La Alhambra es en lo fundamental un sitio que se visita por fuera, por los jardines, pues en Granada no abundan los espacios verdes que la cultura hipster va exigiendo cada día más. Es eso para los habitantes de la ciudad. Adentro van los turistas; pero antes de hacerlo –si se va a los palacios nazaríes- hay que ver el de Carlos V, que contiene dos museos en sí, pero sin que le hagan falta para nada. 

Ya dentro del palacio del conjunto –en la parte que se precisa pagar para ver- es importante saber que lo esencial está escrito en las paredes. Que el Alhambra está hecho con pocos materiales de construcción: yeso, piedra, madera; y que su arquitectura exterior no es nada si se compara con la decoración de sus paredes, hecha de unas diez mil frases que aluden a la grandeza de Alá y a los reyes nazaríes.

La fuente de los leones es una de las obras escultóricas más importantes de todo el mundo árabe; pues bien es sabido del tabú a las representaciones figurativas que padecen en su cultura. Pese a que se condena la idolatría y no la representación, son escasos los trabajos de este tipo y sólo adscritos a la élite. 

Uno cree que se va al camino pero lo que hace es saltar de hebra en hebra, como en una telaraña hecha de otros viajes inconclusos. Las calles que recorremos están cruzadas por trillos invisibles que no llevan a ningún lugar, sino que adentro de nosotros mismos, a recorridos que empezamos hace tiempo y hoy, lejos, damos un paso más.

En mi anterior recorrido por algunas ciudades y pueblos de Andalucía pude discernir algunos de ellos. Tan distantes de sí en su significado y sin embargo tan cerca en un espacio que al parecer no concuerda con el entorno.  Más de un viajero, por ejemplo, ha fotografiado la tarja que hay en el Alhambra; donde se anuncia uno de los mayores tesoros de la poesía moderna: la adaptación por Juan Boscán, por consejo de Andrea Navagero, de las métricas italianas –endecasílabo, octosílabo, etc- a la poesía española.

Un artificio que es superior a cualquier poesía hecha después; pues es el descubrimiento de la fórmula donde caben casi todas las frases musicales que conocemos hoy. La tarja puede verse al subir por el costado del Jardín de la Sultana, donde un rayo quemó aquel ciprés, a la sombra del cual quiere contarse que se encontraban en ocultamiento la dama y su amante, uno de los árboles más significativos en lo que podría llamarse una estación en el viaje del amor prohibido, autobús en el que casi todos hemos subido. 

En Granada busqué, sin buscar, cualquier referencia a Washington Irving. Pensé –loco yo- que esta ciudad era a Irving lo que Pamplona a Hemingway. Un hotel y un monumento que no vi, es lo que hay… En La Alhambra yace una placa sobre la puerta del cuarto donde vivió. Su relación, sin embargo, con la ciudad e incluso con el país, es más grande que la de cualquier otro intelectual célebre.

Fuente de los leones en la Alhambra

Fuente de los leones. Una de las pocas representaciones artísticas de seres vivientes en el mundo árabe

Washington Irving, por quien se han puesto nombres a calles y ciudades en su país y fue el primer escritor profesional de Estados Unidos, se recuerda bien poco en el Castillo Rojo. Sus Cuentos de la Alhambra –que no son cuentos- son dos cosas aún: una gran novela y la mejor introducción a esta visita.

El conocimiento de esta obra hace poblar el castillo y es la mejor forma de hacerlo, pues visto está que la mayoría de la información que se le ofrece a quienes entran, si no la pagan de otra manera, está dirigida a un llamado de consciencia sobre el estado de la edificación y las labores que se realizan en ella.

El contenido de estos carteles quizá sea de vital importancia, pero además de ser aburrida tienen algo de megalomanía de las instituciones y no es lo que un viajero anda buscando allí. 

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