El arte de hacer libros… Washington Irving

Alejandro Cernuda



El arte de hacer libros es una pequeña crónica escrita por Washington Irving (1783-1859) entre los años 1819-20 y a partir de una visita a la biblioteca del Museo Británico. 

El escritor hace un guiño al plagio, a la repetición de contenidos. Se asombraría tal vez hoy de saber que en el mundo, según Google Books, existen unos 130 millones de libros.

De ser cierta la severa condenación de Sinesio: “Es mayor delito robar el trabajo de los hombres muertos que sus ropas” No sé cuál iba a ser la suerte de la mayoría de los escritores. Anatomía de la melancolía de Robert Burton 

El arte de hacer libros

Me he preguntado muchas veces, al ver la fecundidad de la prensa, cómo ha llegado a suceder que tantas cabezas, en que parecía haber fecundidad, han padecido una maldición estéril en lugar de rebosar de voluminosas producciones. El camino del hombre es al futuro, pero en este viaje los motivos para asombrarse disminuyen y grandes acontecimientos son explicados de una manera tan simple. Así, yo y por casualidad, en mis peregrinaciones por esta gran metrópolis, me he encontrado con una escena que ha puesto fin a mi asombro por el arte de hacer libros. 

Estaba, en perezosos días de verano, vagando a través de los grandes salones del Museo Británico, con la apatía que uno tiende a pasear alrededor de semejantes edificios en los días calurosos, a veces miraba los minerales en una vitrina, otras estudiaba los jeroglíficos en una momia egipcia, y a veces, con el mismo éxito de en lo de los jeroglíficos, trataba de entender las pinturas alegóricas de los techos altos. Mientras me ocupaba de estas actividades ociosas llamó mi atención una puerta al final del corredor. Estaba cerrada, pero de vez en cuando se abría y algún personaje, generalmente vestido de negro caminaba por los salones sin fijarse en los objetos que lo rodeaban y luego volvía. Esto llamó mi curiosidad y decidí aproximarme. La puerta cedió con la facilidad que se abren los portones de los castillos encantados para franquear paso a algún caballero aventurero. 

Me encontré en una cámara amplia rodeado de cajas de venerables libros. Justo debajo de la cornisa se organizaba un gran número de retratos de autores antiguos. En la sala habían colocado unas largas mesas con gradas para la lectura y escritura. Se sentaban a su alrededor un grupo de personajes, estudiosos, pálidos. Hurgaban entre manuscritos mohosos y tomaban copiosas notas de sus contenidos. Una quietud misteriosa reinaba en la habitación, interrumpida sólo por el rasgar de las plumas o por el profundo suspiro de alguno de aquellos sabios mientras cambiaba de posición o pasaba página 

De vez en cuando, uno de estos personajes escribía algo en una pequeña hoja y sonaba una campana. Luego aparecía aquel señor de negro, en profundo silencio. Tomaba la nota y se marchaba, para volver cargado de pesados tomos, sobre los que se abalanzaban, voraces, aquellos sabios. 

Ya no tenía dudas de estar en presencia de un grupo de magos profundamente involucrados en el estudio de las ciencias ocultas. La escena me recordó un viejo cuento árabe, donde un filósofo, encerrado en una biblioteca encantada, en el centro de una montaña que abría sus puertas una sola vez al año, convocaba a los espíritus para que le trajeran libros de todo tipo de conocimientos oscuros, de modo que, al salir, pudiera elevarse por encima de los demás y controlar los poderes de la naturaleza. 

Cuando mi curiosidad estuvo plenamente despierta le susurré a uno de los auxiliares que estaba a punto de salir de la habitación, para que me diera una explicación de tan extraña escena. Entonces descubrí que aquellos a quien había confundido con magos eran principalmente los autores modernos en pleno ejercicio de creación. De hecho no estaba en otro lugar que en la sala de lecturas de la Biblioteca, donde había una inmensa colección de volúmenes de todas las edades e idiomas, muchos de los cuales permanecen hoy olvidados y rara vez son leídos por alguien. Uno de esos lugares donde los autores hinchan sus propios textos, escasos de pensamiento propio. 

Ya en posesión de este secreto me senté en una esquina para contemplar el proceso de creación de nuevos volúmenes. Comprendí que un hombre magro y de cara biliosa rebuscaba en el libro más comido por gusanos. Evidentemente estaba creando una obra de profunda erudición, pensado para estar en las vitrinas de todo hombre moderno, en el lugar más visible y para nunca ser leído. Vi a este hombre, de vez en cuando, meter la mano en el bolsillo para comer algún trozo de galleta. Si era su cena o un antídoto para los dolores de estómago que le producían sus profundas reflexiones, lo dejo a observadores más inteligentes que yo. 

Me fijé en un apuesto caballero que, por el color brillante de sus ropas, comprendí que estaba en buenos términos con su librero. Consideré que debía prestarle atención y reconocí en él a un diligente trabajador. Estaba inmerso en varios libros, revoloteaba sobre las hojas de los manuscritos y tomaba un poco de aquí y un poco de allá, línea sobre línea, precepto tras precepto. El contenido de su libro era sin dudas heterogéneo, tanto como el caldero de una bruja de Macbeth.  

Después de todo, pensé, puede que no sea otra cosa que la manera en que está dispuesta, sabiamente, la transmisión del conocimiento, para evitar la decadencia de las obras que se produjeron primero. Vemos que la naturaleza crea mecanismos semejantes, aunque caprichosos, por ejemplo, el transporte de semillas de clima en clima, en los picos de las aves, y así, también los saqueadores de huertas y campos de maíz, son sólo ejecutores de la voluntad de la naturaleza, en su afán de dispersar y perpetuar las bendiciones. De igual manera la belleza de la literatura clásica, ya obsoleta, es captada por estos escritores depredadores y tratará de nuevo de florecer en una zona remota. Además, las historias sufren una metamorfosis. Lo que antes era una historia soporífica ahora se convierte en un liviano romance 

No nos lamentemos, entonces, por la decadencia y el olvido en que se encuentran los clásicos. Ellos sólo se someten a las leyes de la naturaleza. Aún después de no ser leídas, les queda la tarea de engendrar nuevos autores y otras obras que pronto irán a compartir estantes con ellos, como buenos padres e hijos. 

Mientras me complacía en estas fantasías apoyé mi cabeza contra una pila de folios. Lo hice tal vez por las emanaciones soporíferas de estas obras o por el profundo silencio de la sala, el cansancio de mucho andar o el desafortunado hábito de dormir la siesta en lugares inadecuados. Aun así, sin embargo, mi imaginación continuó ocupada y una misma escena continuó frente al ojo de mi mente. Soñé que la habitación continuaba adornada con los retratos de autores, aunque su número se había incrementado. Desaparecieron las largas mesas. En lugar de los magos sabios había una multitud raída e irregular, tal como puede verse a las personas que andan por un almacén de ropa antigua, la ropa de los escritores que miraban desde sus retratos. Si en la vida real los magos se apropiaban de los libros, en mi sueño lo que se agarraban eran piezas de ropa. Me di cuenta que nadie pretendía vestirse de una manera uniforme. Tomaban la manga de un traje, la capa de otro, la falda de una tercera, y vestían todo esto, mientras que sus ropas originales se podían ver asomar debajo de semejantes galas. 

De repente un grito resonó como si viniera de todas partes. ¡Ladrones, ladrones! Eran los autores que gritaban desde sus retratos. Los infelices culpables trataron de escapar en vano. Y había algo de ridículo en la catástrofe que estaba sucediendo. Los autores saltaron de sus retratos y comenzaron a despojar de sus ropas a quienes las habían tomados. Yo me reí de todo aquello. Entonces abrí los ojos y me encontré con la mirada de los magos sabios, que los autores del pasado habían vuelto a sus marcos. Tal vez los había asustado con mis carcajadas, como asustaron ellos –o yo- a quienes pretendían robarles.  

El bibliotecario se acercó me exigió que le mostrara mi tarjeta de admisión. Al principio no lo comprendí, pero pronto constaté que la biblioteca, y la capacidad de copiar de ella, estaban reservadas como un coto de caza privado. Yo era un cazador furtivo y tuve que retirarme precipitadamente antes que la ira de aquellos nuevos autores se desatara sobre mí. 

Camino al infierno
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