Ajedrez. Un amor de primavera
Alejandro Cernuda
TweetMi historia con el ajedrez comenzó como la de Capablanca, aprendí a jugar mirando cómo mi padre enseñaba a mi hermano –quien, por cierto, nunca aprendió otra cosa que no fuera a mirar mientras los demás jugaban-. Así, mi padre nos había enseñado a nadar sin poner un pie dentro del agua ni haber él mismo aprendido a hacerlo. Yo no sé, nos dijo, pero sé cómo se hace, y fuimos ejercitando mientras él nos aconsejaba desde la orilla del río.
Aprendimos ese y otros sortilegios extraños, como a montar bicicleta, que lo hice luego de robarme la de mi viejo en varias ocasiones, mientras dormía alguna borrachera vespertina. Con Luis me lanzaba desde la puerta del cementerio; una cuesta que en aquel momento me parecía grande y peligrosa, pero que en realidad no era –o es- más que un pedregal, como de último calvario para los que se despiden del sol en Arriete. Lo recuerdo muy bien, aquel año, tal vez uno de los más importantes de mi vida: aprendí a nadar, a montar bicicleta y dejé de mearme en la cama.
Luego me cultivé cosas que mi hermano no y viceversa. Él solía pintar y subirse a los árboles mejor que yo, pero era un desastre en la escuela. Luego él estudió mecánica y yo todavía no sé qué voy a estudiar.
Cuando un extranjero llega a Europa lo primero que se le exige es tener algo de handyman, y aunque creo que en Cuba hay cierta cultura de esto y cualquiera puede clavar una tabla o empalmar dos cables eléctricos –incluso yo-, no creo que Alejandro Cernuda sea el arquetipo fundamental en estas cuestiones. Mi hermano sí, acá no habría tenido problemas para cumplir esa primera contingencia del inmigrante. Mi hermano es tan vago como tan buen trabajador, sin que haya en eso ninguna contradicción.
Aprendí a leer las partidas y aproveché entones la colección de revistas y libros sobre el tema que Enrique Valenzuela, el esposo de mi tía, dejó en el librero antes de irse del país. Fui una especie de niño prodigio hasta que me hizo polvo una chica sin abolengo en una competencia de esas que se improvisaban en los epílogos de las verbenas en Cuba.
Pasé mucho tiempo sin jugar hasta que Enrique Lugones –músico que luego de rock y jazz en su Habana ha pasado en España de la guitarra a la tumbadora- despertó esa pasión esta vez un tanto a lo Lezama, pues jugábamos entre profundas discusiones filosóficas, aún para ambos más científicas que artísticas, en los años finales del paraíso soviético y a unos metros de su mayor monumento en Cuba, La Central Electro Nuclear de Cienfuegos, donde trabajaban los padres de Lugones.
Luego me fui yo, con esa pasión por la ciencia, a estudiar física a la Universidad de Oriente y allí se me acercó un día ese muchacho tímido y de buenos modales, vestimenta sencilla, acento musical. La primera conversación entre Javier Castro y yo tuvo que ver con el ajedrez aunque yo no me enterara hasta más tarde.
Él insistió varias veces en que le tradujera del ruso un libro, y yo que no sabía una palabra de ese idioma nunca pude entender su confusión ni él la mía. Era un libro de ajedrez y Javier un fanático tan consecuente que no sólo le importaba un carajo la física, sino que llegó a contagiarme a mí, aunque no hasta el punto de desaprobar todas las asignaturas de semestre –al menos yo aprobé inglés- y fuimos prácticamente expulsados de la universidad a causa de nuestra insuficiencia académica.
Ese periodo de mi vida estuvo relacionado con dos cosas fundamentales, una débil pero persistente enfermedad de mal de amores y una pasión en igual grado por el ajedrez. Solíamos irnos todos los días a la Academia de Santiago a jugar y ver jugar a los demás. Hicimos vida allí, entre aquellos viejos que jugaban al ajedrez como al dominó y se amenazaban con arte y había que ver cuando alguno se ponía de pie para advertirle al otro: Si mueves ese caballo no respondo de mí.
Allí nos hicimos socios de Armbrúster: barbado, flaco, alto; y terminábamos casi siempre en su casa, repasando partidas y bebiendo ron. Compartiendo sus supersticiones y sus prontos, cuando nos amenazaba con seriedad si dejábamos el sillón en movimiento luego de levantarnos o gritando de alegría a mitad de partida: Ni Karpov me gana… Ni Kasparov. Era su grito de júbilo.
Por esa época jugamos Javier y yo, y no sé bajo qué pretexto, soborno o extorsión, en el Campeonato Provincial. Luego de la segunda ronda me quedé rezagado y miraba con envidia cómo el nombre de mi amigo aparecía en las primeras posiciones, según el periódico… Javier Castro, escrito en letra impresa y para mí aquello era el colmo de la fama y el prestigio, sin saber que lo único seguro es que la universidad nos iba a cerrar las piernas y que en el caso de él, iba a aparecer una chica –que aunque ya con algún nombre: Yainoris Banderas, no era más que una colegiala- y lo iba a hacer polvo.
Recuerdo bien la partida. La cara de la chica totalmente concentrada en el tablero que ni se dignó a levantar los ojos ni a responder cuando Javier, como último recurso, no le quedó otro ardid que pedirle tablas. Ella ni siquiera le respondió.
Para mí era difícil verlo perder una partida tras otra en las rondas finales. O es que yo era tan malo y no tenía idea. Él nunca tuvo complicaciones para ganarme a la ciega y borracho, o dejarme de 44 a su favor y 6 en contra en aquellos maratones de partidas rápidas que hacíamos mientras los demás estudiantes se comían los libros a dos metros de nosotros.
Fue por aquella época también cuando Javier fue invitado a dar un curso de ajedrez en ese otro monumento de una etapa de locura y malas inversiones: la textilera Celia Sánchez. Qué es como el Escorial en medio del llano. Demasiado grande para poder trabajar a plena capacidad. Allí, mientras jugábamos, a la espera de que alguien gestionara nuestra entrada al monstruo que parecía aquella empresa, allí se trabó el reloj del tablero. Javier debe tener aún ese carácter flemático… y bien, se rompió el reloj y no pasa nada. Pero es que a unos metros de nosotros un mulato había plantado una mesa de relojería ambulante.
Me acerqué con el desenfado propio de nuestros diecisiete años. Sin que mediara más que un gesto comencé a desarmar el reloj, con un destornillador que agarré de la mesa, mientras el mulato, de brazos cruzados y tampoco sin palabras, miraba mi trabajo.
Las piezas del reloj comenzaron a saltar. Las ruedas dentadas como monedas de una alcancía que se agita mientras yo destornillaba, golpeaba, zarandeaba, la doble maquinaria del reloj de ajedrez. En ningún momento el mulato cambió su expresión estoica. No me miró a los ojos y ni siquiera protestó mi impertinencia de tomar sin permiso sus herramientas.
Nuestra impaciencia fue en aumento mientras más piezas abandonaban sin memoria el mecanismo, hasta que no quedó más remedio. Usted puede ayudarnos a arreglar esta cosa, le dije al mulato, quien por primera vez me miró a los ojos, aunque no dijo una palabra. Sacó del cajón una bolsa plástica, echó cada una de las ruedas dentadas, el carapacho del reloj con la maquinaria a medio destornillar y me entregó la bolsa.
Antiguo grabado en madera del juego de ajedrez. Frederick William Fairholt 1862.
Luego de resultar baja de la universidad, Javier Castro y yo seguimos viéndonos por un tiempo. Se convirtió en entrenador de ajedrez en Puerto Padre y poco a poco en escritor. Cada vez que tenía un viaje a La Habana se las arreglaba para desviarse unos días a Cienfuegos. Yo nunca volví a jugar ajedrez como en aquella época, ni en cantidad o calidad.
Me fui a estudiar a La Habana, donde la vida era una feria amable y sensual, lo que sería mi segundo intento –de cinco que acontecieron-, y aún la ciencia era más fuerte en mí. Mi segunda carrera fue la de Licenciatura en Ciencias de la Computación, y tal vez el comienzo de mi etapa bohemia e inconsciente, entre un fabuloso grupo de amigos que luego de yo abandonar los estudios me alimentaron y dieron albergue en los casi tres años que pasé viviendo de ilegal en aquella beca universitaria de Doce y Malecón.
Javier Castro fue a visitarme una vez. Había ido a La Habana a jugar el torneo Isla, uno de los más importantes del país. Iba yo a verlo jugar entonces, entre los grandes de Cuba, y claro, a verlo perder con su carácter flemático y ni siquiera algo parecido a un Qué se le va a hacer. Era como si aceptara la derrota como parte de la rutina.
Francisco José Pérez, el hombre vivo que había jugado con más campeones mundiales de ajedrez
En aquel torneo conocí a Francisco José Pérez, una de esas personas que cada joven con ínfulas debe encontrar en su camino. Fuimos varias veces Javier y yo a su casa. Francisco José rozaba los ochenta, creo –murió en 1999, uno o dos años después de lo que cuento-, fue un gran jugador en España, antes de emigrar por la Guerra Civil y luego en México. Cuando llegó a Cuba había jugado ya con seis campeones mundiales.
Su gran victoria había sido una mañana contra Robert Fisher, me contó, pues el brujo, como lo llamaban, para ganarle a Pancho tuvo que renunciar a su tiempo de merienda. Me habló con cierto estremecimiento de los pequeños ojos amarillos de Alekhine y con algo de entrañable amistad de los modales de Karpov.
Cuando Javier regresó a Puerto Padre, aún visité a Francisco un par de veces más. Me llamaba la atención el paso casi melódico de su gata Virusa sobre las teclas del piano y el polvillo que flotaba en el aire cuando el viejo agarraba algún libro del estante.
Aún por esa época Francisco José Pérez trabajaba de comentarista para la emisora habanera COCO y preparaba pequeños estudios sobre partidas famosas. Un día quiso hacer un trato conmigo. Me dijo. Si me enseñas a programar ordenadores, yo te enseño a jugar ajedrez de verdad. Y yo, con inconsciencia de mis palabras y sin darme cuenta de sus años le dije: Pero Pancho, no se da cuenta que tengo veintiún años. Estoy muy viejo ya para dedicarme al ajedrez; y él me miró por encima de sus espejuelos mientras su mano huesuda dejaba inmóvil el lápiz a mitad de una idea: Sí, me dijo, ya estás muy viejo para esas cosas, pero yo no.
Ese día me fui confundido a la beca y en la mochila un ejemplar de las cien mejores partidas de Akiba Rubinstein. De un loco, me dijo. Y no sé si volví a casa de Francisco o fue la próxima la última, y todo fue muriendo, como el desgano de Javier, las volutas de humo que Enrique Lugones hacía mientras hablábamos de un tal Pascal, la indiferencia de mi hermano hacia actividades en conjunto, mi amor por la ciencia, o ese inmenso y maravilloso desgano de aquel viejo que me dijo: He jugado con los grandes y he perdido en el empecinamiento de jugar más a la belleza que a la ciencia.