El arte odia la robótica. Todo estilo –permitirme ser absolutista- nace de una serie de errores en el código genético de lo que llamamos arte formal. Algo así, aunque solo se refería a la literatura, apuntó Hemingway, sólo que con palabras más claras que las mías.
Edith Piaf, como aquel problema de Louis Armstrong para poner sus labios sobre la boquilla de la trompeta, debe su fama a la extraña capacidad para “cantar mal” según las leyes del canto. Lo debe además, en tiempos donde el artista estaba obligado a dar la cara, a su cuerpecito consumido (90 libras) en contraste con su poderosa garganta. Lo debe, en fin, a su repertorio; y hoy se suma otro aspecto externo. El renuevo de su fama se debe más que al selecto grupo de sempiternos admiradores, a la película de Olivier Dahan. La vida en rosa (2007) –cuarta sobre la vida de Edith Piaf- y a la feliz casualidad, constante en esta, de la sonrisa de Marion Cotillard.
El cine es mágico. Cuatro años de ceguera sufridos por la niña Edith, se van como en un revuelo. Hay que correr para contar una vida laberíntica. Es también conocido ya que si no se quiere ser controvertido y más bien vender, el mejor sugerir un lesbianismo –tan sugerido que no quedan dudas- y enfatizar el consumo de alcohol y otros efluvios, poner frente a nuestros ojos aquellos criticables según las leyes de hoy... contratiempos donde uno parece más ser víctima.
Tal vez el aspecto más inteligente fue no gastar en la película esa chanson de Paris: La Vida en Rosa o terminar con un final romántico, ese collage y Non, je ne regrette rien, al estilo de la Novena Sinfonía cuando se llevó a la pantalla la sorda y malgeniosa historia de Beethoven o My way en la tocante a Elvis.
Edith Piaf, el gorrión de París.
No se cuentan algunas cosas importantes de Edith Piaf, pero una película no es una biografía, no se puede, no. El cine tiene sus límites, como la vida o lo que en realidad podemos saber… La cantante hizo asomar a su féretro más de cien mil personas y cuarenta mil de ellas la acompañaron aquel día al cementerio. Un dato objetivo como ese, para medir quién era esta mujer, pierde importancia y en cambio el filme nos crea la ilusión de que el Gorrión de París solo cantó Non, je ne regrette rien en aquel famoso concierto del 10 de noviembre de 1960
Lo que a la literatura le cuesta lograr, el cine lo hace con irreverencia: asumir como protagónico un personaje real es uno de los retos más grandes. Se necesita prudencia y el paso del tiempo. A poco más de cuarenta años de la muerte del Gorrión de París, por fin las salas de cine se llenaron, en 2007, con una versión más o menos impresionista de su vida.
Las nuevas generaciones son siempre hipercríticas con el pasado reciente, hacer una buena película trae como consecuencia un replanteo de lo que somos… siempre el arte nos juega esas malas pasadas. Lo malo es que NO, no caben en pocos minutos cuarenta y ocho años de una vida intensa.
Pasa casi desapercibida la muerte de su único hijo. No se habla del teatro, del cine, donde también participó. Parecen los demás personajes marionetas que giran alrededor de Edith Piaf y ella padece más el suplicio de las drogas que el difícil camino de aprender un oficio. Se salva el filme en su música –el as bajo la manga- y en la sonrisa de Marion Cotillard.
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