Donde Copérnico es sólo un ejemplo

Alejandro Cernuda


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Por ejemplo: en marzo de 1513 un monje de la ciudad de Frombork, hoy en el norte de Polonia, compró un barril de cal y ochocientas piedras. Con ellas Nicolás Copérnico –así quedó en nuestro idioma el nombre de dicho monje y luego sumo sacerdote- construyó una torre a fin de utilizarla como observatorio.

Instaló en ella los tres únicos instrumentos de observación que poseyó en su vida y se dispuso, más que a cambiar el mundo, a saciar su curiosidad. Partió tal vez de una hipótesis: el universo lo habíamos trastocado nosotros. Sus observaciones comenzaron una de las discusiones filosóficas más llevadas y traídas de la historia y esta a dos o tres errores de interpretación de los hechos y por qué no: a una revisión de lo que somos. 

Somnium Johannes Keppler

La teoría heliocéntrica fue enunciada por Aristarco de Samos, en el siglo III antes de Cristo. Hoy nos parece “OK” porque, como las ovejas, tenemos un mecanismo, un reflejo, para aceptar la armonía matemática autorizada en los libros. Cuando Nicolás Copérnico retomó la idea ya armoniosa para la matemática, aunque no para las observaciones de su tiempo, tuvo que enfrentar un escoyo que ni el mismo fue capaz de superar. Ese contratiempo existe aún, llamémoslo interpretación aristotélica de los hechos.

Llevamos dos mil y tantos años bajo la influencia, no del contenido, pero sí de la forma. Aristóteles fundó el poder de sus teorías en conexiones de lenguaje entre ellas. Extirpó la poética de sus predecesores: el diálogo informal de Sócrates y la imagen platónica. Sus textos comenzaron una manera de expresión que se hizo universal luego de que la Iglesia le diera el visto bueno. La misma expresión prudente que hoy usa la ciencia.

De no ser por él hoy tuviéramos en su lugar la ciencia un tanto poética de Platón y las confesiones de San Agustín más que la teología de Santo Tomás. 

 El libro donde Copérnico plasma sus ideas: Sobre las revoluciones de las esferas celestes fue publicado en 1543, el mismo año de su muerte, pero lo había escrito mucho antes: veinticinco años para terminarla y trece más para que se publicara. Su teoría; sin embargo, era conocida por las autoridades religiosas y los hombres de ciencia. Tal vez Copérnico no haya comprendido la imposibilidad de esconder ese elefante en el bolsillo

¿Por qué Copérnico no quiso publicar el libro? 

¿Qué dice Copérnico? Que es la tierra y no el sol quien gira alrededor del otro. Enunció el orden de las órbitas de los planetas. Que las estrellas son cuerpos fijos ajenos al sistema solar y se encuentran a una distancia mucho mayor que la de la tierra al sol. Que nuestro planeta tiene tres movimientos: rotación, traslación y la inclinación anual de su eje. Que las órbitas son circulares –Kepler rectificó este pequeño error cien años después-.

Que el centro del universo se encuentra cerca del sol. Aclaro entonces: Copérnico no dijo que el sol fuera una estrella más… esa es de Giordano Bruno, a quien menciono porque la historia ha querido hacerlo víctima de una interpretación científica y no es así.

Giordano Bruno era conocido en toda Europa. Tenía el don de la palabra y alma de profeta, y el valor que le faltó primero a Copérnico y luego a muchos otros. Un loco, un loco. Fue quemado porque la Iglesia tuvo miedo de él: es el caso más fehaciente de otro Cristo en la tierra, sin importar mucho ya lo que dijera en sus libros o conversaciones de burdel

Volvamos a Copérnico, quien es sólo un ejemplo ¿Por qué no publicar tal maravilla nueva planteada en Sobre las revoluciones de las esferas celestes? Es una cosa que sucede todos los días. Pese a la supuesta libertad que tenemos hoy, el hombre ha creado mecanismos adjuntos al sentido común que nos liberan de la responsabilidad de pensar fuera de la corriente.

Imaginemos a un Nicolás Copérnico plenamente convencido de que su teoría, acorde a sus cálculos, pero que ve delante de él, no sólo el muro de la Iglesia, sino el terrible y a la vez necesario escoyo del sentido común. Contrario a lo que se piensa, la Iglesia no tomó una posición oficial respecto a la teoría Heliocéntrica, hasta los tiempos de Galileo, en 1616, cuando ya nadie con dos dedos de frente creía en el modelo de Tolomeo.

El libro de Copérnico pasó al índice de los prohibidos, pero eso no significaba mucho. Siempre hubo libreros atrevidos y la mayor industria editorial, gracias a Lutero, estuvo en breve fuera del alcance de la inquisición. Sí, hubo casos donde se tomó como agravante de otras herejías y tal vez llegó a la máxima expresión en el caso de Galileo.

Por otra parte, es muy posible que hayamos depositado la confianza en el inescrutable saber del presente y en la actualidad, ni hechos como los descubrimientos en genética han producido un movimiento editorial y especulativo como el propuesto por este libro.

No hemos cambiado mucho. Luego de poner la información al alcance de todos comprendemos que esta llega sólo a quienes están preparados; como aquellos libros llegaban a los poseedores de la capacidad y ganas de entenderlos. El mayor error de los tiempos no estaba en el crimen de la inquisición, sino en el sistema educativo aristotélico… aún está ahí, las posibilidades cuantitativas de entender han aumentado, las ganas no. 

Si saliéramos a preguntar en los círculos de profesionales, de qué va la ciencia en la actualidad, o el arte, nos encontraríamos con variopintas respuestas, o pedirían permiso antes de responder para buscar en Internet –convertida ya en un modelo grosero del ágora ateniense-.

A los diferentes procesos inquisitoriales existentes en la actualidad, verbigracia: lenguaje formal, exceso de información, falta de conocimiento, objetivación de lo puntual; se suma el contratiempo de que estamos ante un fenómeno de nuestros tiempos, la disminución progresiva de la curiosidad humana y se sospecha que de la inteligencia. La sospecha aun de que el hombre está llegando a sus límites intelectuales. 

El libro de Copérnico, su trabajo de veinticinco años, no es para nada armónico con la realidad. Se limita calcular órbitas sin dar conclusiones sobre otros aspectos derivados. Es un lenguaje aristotélico, pero su espíritu no. Error en la mutabilidad del cielo –la verdadera joya de la Iglesia-, cuyas pruebas surgieron, aunque nadie les hizo caso, ya en 1572 cuando Tycho Brahe observó una supernova.

El fallo mínimo de comprender las órbitas como circulares lo dota al fin de los mismos errores cometidos por Tolomeo. El libro no explica nada con precisión ni convierte en más fiable su teoría que la anterior. Ninguna observación astronómica pudo ni podrá darle la certeza; entonces, el cambio propuesto en Sobre las revoluciones…, no está en la ciencia, sino en la filosofía y la moral, en la capacidad de disentir y escuchar. Es sólo un ejemplo de eso que todavía no sabemos hacer. Poner el dedo justo donde la dialéctica deja de ser

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