Ah, pobre Diana Vaughan, perdida entre oscuros seres de tendencia mística. ¿Qué mujer pudo sufrir más que esta joven? Diana Vaughan nació condenada y sólo una visión al pasar por la tumba de Juana de Arco pudo salvarla.
Nació, como ya dije, condenada por un extraño pacto con el demonio. Tenía la propiedad de estar en dos lugares a la vez y de deshacer cualquier hechizo; pero a su vez comprendía la existencia de Dios, del bien puro, y debía obedecer los preceptos de la orden secreta del Paladión, a la que estaba suscrita. Por suerte vio la Luz a tiempo y pudo escapar. Abrazó el catolicismo y escribió sus memorias, en las que acusa a la masonería… Por desgracia todo esto y ella son la invención de un estafador que hizo vivir al mundo su novela, y la gente y el Papa le creyeron al pie de la letra.
La última mitad del siglo XIX trajo un incremento, tanto a nivel personal como institucional, de las contradicciones entre la Iglesia y lo demás. No había librepensador que no estuviera ligado a una de esas logias o hermandades tan condenadas por el clero. Se asumió entonces que todo lo que estaba contra la jerarquía católica, pues no era cristiano o peor, era anticristiano; pese a que este pensamiento aún sigue vigente, la época de la que hablamos propinó duros golpes a la Iglesia.
La desamortización de Mendizábal en España, un tal Garibaldi y el término de casi todas las guerras de independencia. Fue un tiempo duro para el papa León XIII, y en este contexto surge uno de los estafadores más interesantes de los muchos que han dejado huellas en nuestra historia: Léo Taxil, tan estafador que la gente sólo lo recuerda por uno de sus seudónimos y no como a Marie Joseph Gabriel Antoine Jogand-Pagès, que era su verdadero nombre, y como se ve, no podemos comenzar a juzgarlo por haberse deshecho de un nombre tan largo.
Cada estafador es un universo complicado y hay quien piensa que Léo Taxil estaba enfermo de eso desde aquel día, con solo 19 años, en el que se le ocurrió escandalizar a Marsella con la mentira de una epidemia de tiburones. Fue este ardid publicitario e infantil su primera pero no la última mentira. Luego, gracias al padre de un amigo tuvo a su alcance una biblioteca bien surtida de libros sobre la visión católica de la masonería.
La vida de Léo Taxil está bastante documentada; las razones de su estafa, y aunque se aluda a la venganza, no tienen otra raíz que su deseo de trascender, lo que es una de las mayores excusas para la estafa, tal vez sólo antecedida por el dinero.
Diana Vaughan sólo tenía de real el nombre, que Léo Taxil tomó de su secretaria –decía el maestro Mairena que las mentiras sencillas son las que más lejos llegan- incluso hoy, cuando se describe a este hombre se le sigue denominando como autor masón; cuando su mayor esfuerzo estuvo en imaginar en contra de la Logia; y es así: Léo Taxil no fue un escritor de ficción aunque todo lo que dijo es mentira; como no lo fue Homero ni ninguno de los que escriben creyéndose sus historias o con el objetivo de que los demás se las crean.
Léo Taxil se hizo un esotérico consumado en la cárcel, donde había ido a parar por actividades republicanas contra Bélgica. Es además por esa época, un admirador incondicional de Garibaldi y más anticlerical que cualquiera.
Fundó el periódico “La Marotte” que sólo duró un par de años y luego, al cierre de su diario, una serie de semanarios. Entonces ya firmaba como Leo Taxil. Fue a parar por segunda vez con sus huesos a la cárcel, esta vez con una condena de nueve años, y digo yo que si puso su palabra en cumplirlos, ya no se le puede acusar de estafador con la misma limpieza; pues nueve años justos pasó tras las rejas.
Al salir se fue a Ginebra, donde él sí y más nadie logró ver una ciudad romana bajo las aguas del lago… Y como él sólo se bastaba, así lo publicó y tras su palabra mágica –no hay otra definición- se lanzaron científicos e historiadores.
Terminada esta fase de la trascendencia la tomó de nuevo con los folletos contra la Iglesia, mientras se ganaba la vida vendiendo píldoras afrodisíacas y alguna que otra hoja pornográfica. Vengan pues ocho años más de cárcel –no por las píldoras, sino que por los folletos- pero esta vez nuestro héroe ya no estuvo de acuerdo y se fugó.
Retrato de Léo Taxil.
Nos lo encontramos en París, unos años después, en el triple trabajo de librero, folletinista anti clerical y soplón de la policía. Este es el verdadero momento en que su sueño de trascendencia se comienza a cumplir. Su fama, que hasta ahí era más de timador que de intelectual, da un giro gracias a la publicación de libros más extensos –adivinen sobre qué… pues claro que contra la Iglesia, esta vez con el infalible sello del erotismo-, pero eso tienen los libros y no los folletos.
De repente, junto a su firma apareció, en el prólogo, la de Garibaldi. Comoquiera, y para no desestimar, su revista L’Anti-Clerical, tenía una tirada de casi 70 000 ejemplares a la semana. Será en esta misma revista, aunque disminuida en su tirada, que tras cinco años de escribir contra la Iglesia, Leo Taxil publica un editorial en la que se proclama católico y reniega de lo antes escrito.
En el año 1881 el futuro creador de Diana Vaughan entra a formar parte de la logia “El templo de los Amigos del Honor Francés” Descubre una nueva forma de trascender: comienza a plagiar a otros autores. En este hecho, comentado en toda biografía de Leo Taxil, a veces se omite a quién plagió; pues bien, a varios, por supuesto, y que conozcamos más o menos bien, a un tal Víctor Hugo; así lo hizo con Louis Blanc –a quien le quedaba menos de un año de vida- y con Auguste Roussel… y aún lo estuviera haciendo si en enero de 1882 no es expulsado de la logia.
Entonces se produce el cambio de bando, pero no es sutil sino abierto; muy al estilo de Fouché. Leo Taxil remata los libros de su librería, vuelve con su esposa, abrasa la religión católica y parte hacia un retiro espiritual. La Iglesia, por su parte, y que ya lo contaba entre sus enemigos más sonados, aplaude este movimiento y recibe al hijo pródigo.
Pese a la desconfianza, propia de los jesuitas, el apoyo de otros católicos hace que sus nuevos libros se conviertan en verdaderos bestsellers; entre ellos, “Los misterios de la Francmasonería” donde aparece por primera vez el personaje de Diana Vaughan, y lo más curioso de todo, los masones nunca lo consideraron un traidor.
Hubo fabulosas ediciones de sus obras, pagadas por el Papa León XIII, donde se describen ritos, entre ellos el culto a Baphomet –personaje inventado por Leo Taxil a partir del ídolo-excusa que sirvió para proscribir la Orden de los Caballeros Templarios- y al cráneo de Jacobo D’Molay, último maestre de la Órden de los Templarios, quemado por la inquisición el viernes 13 de diciembre de 1307.
Leo Taxil fue aumentando la apuesta y entonces su libro “El paladín de la masonería universal” se convirtió en un éxito descomunal. En este describe los ritos de infanticidio y otras mentiras, llevados a cabo por Albert Pike, Maestro de grado 33 de la Orden.
Sin embargo, Leo Taxil, o Dr. Bataille, o Diana Vaughan, o simplemente Marie Joseph Gabriel Antoine Jogand-Pagès, como casi nunca se llamó, cansado de su propia mentira y en parte agobiado por las presiones de quienes le pedían conocer a la señorita Diana Vaughan o ya mismo saber dónde se apuntaban a esa logia perversa, preparó entonces el golpe supremo.
Dibujo que representa a Diana Vaughan y los sacerdotes de la Hermandad.
El 19 de abril de 1897 convocó una conferencia y como todo un caballero agradeció a quienes le habían ayudado a divulgar sus conocimientos; luego, como quien no quiere las cosas, declaró que tanto Diana Vaughan, como el Dr. Bataille, Baphomet, El Paladión y tantas cosas más, iban a morir esa misma noche pues él mismo las había inventado y ya no seguía el juego.
Por supuesto que no pudo decir mucho más. Los presentes, luego del estado de shock, formaron una trifulca en la que intervino la siempre alerta policía parisina y Leo Taxil se retiró por la puerta trasera, y se retiró de la vida pública para siempre. Murió solo y rico y probablemente sin remordimientos.
Introducción al libro sobre la cocina cubana escrito por Blanche Zacharie de Baralt
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