El burdel al revés. Un cuento de Alejandro Cernuda

Alejandro Cernuda



El burdel al revés es un pasaje aún no esclarecido del todo en la vida del reivindicator Roger Montero. Protagonista de los libros El juego de Onetti y Camino al infierno.

No podía reconocerme. A juzgar por mi posición –de pie un poco ladeado-, el ángulo, la luz, tenía que ser mía la figura humana en el espejo, pero era mentira, ¿tal vez el calor en aquella mañana de verano tan cerca de las dunas? Tenía que ser un sueño, un error, delirio, una alucinación provocada por el aire caliente y húmedo ¿Será humedad, aquí en pleno desierto?. Por algún contratiempo dejé de ser Maximiliano de Austria y me convertí en un reivindicator común y corriente, justo la misma cara que meses atrás recordaba sobre los hombros de Roger Montero. Tuve que darle varias vueltas al grifo para que saliera el agua, lo hice con los ojos cerrados hasta que me sorprendió el chorro. Unas gotas me salpicaron la barriga y sólo entonces, aunque sin abrir los ojos, me incliné para enjuagarme la cara.

Una tal Camino Aguasvivas había telefoneado para decirme que hoy vendría a consultarme un asunto más o menos delicado. Dijo a eso de las nueve y por mi cuenta eran ya pasadas las doce. Tal vez estuvo llamando a la puerta y no escuché. Entonces sentí las ruedas de un coche sobre la arena frente a la casa. Era una arena reseca y de granos gruesos con algunas cepas de yerba amarillenta. Eso lo pude discernir, pero no qué tipo de vehículo. Es la tal Camino, pensé, un último restregón antes de incorporarme. Me volví a mirar en el espejo y sí: debía ser la tal señora Camino Aguasvivas, o por lo menos una mujer, pensé, a juzgar por el sonido de las pisadas sobre la arena. En el espejo seguía la cara de Roger Montero, el reivindicator. Me puse una camisa y salí sin ninguna pena de dejarlo en la habitación. Él también intentaba meterse dentro de una camisa como la mía, pero se la dejó mal abrochada, lo que me provocó una sonrisa burlona. No creo que lo haya notado.

Camino Aguasvivas subió los dos escalones para refugiarse del sol en el soportal de mi casa. Yo miré la sombra del poste de teléfono. Tal vez no eran más de las diez.

Entré a por el vaso y la señora Camino me siguió sin esperar mi invitación. En todo caso el sol apretaba y creo que yo habría hecho lo mismo. Cuando volví de la cocina ella curioseaba entre las revistas puestas en abanico sobre la mesilla central.

Chica asomada a la ventana de un burdel

Chica asomada a la ventana. Dibujo.

Por unos minutos dejé de escuchar a la señora Camino Aguasvivas. Me puse el objetivo de aislar su voz del ruido de los autos que iban en dirección a San Vicente y conseguí lo contrario. Esa noche iba a haber carnaval y por tanto agradable sentarse al caer la noche en la pequeña terraza lateral izquierda a ver los fuegos artificiales y luego a escuchar el sonido mojigato de las ambulancias. Los días después de carnaval en San Vicente eran propicios para las pompas fúnebres. Desde un tiempo venía pensando en la oportunidad de dedicarme a este trajín, pero otro año se me iba de las manos la oportunidad por falta de presupuesto para la importación de flores de mariposa. Ahora, en cambio, se aparecía la tal señora a pedirme consejos. La gente prospera y yo no, la gente no es fiel a un estado de cuerpo, alma y bolsillo. En esos pensamientos estaba cuando otro me asaltó. Tal vez debía dedicarme en serio a ser Roger Montero y cobrar unas pecunias por un consejo. Eso es: poner precio a mi experiencia. Decir sí o no y cobrar, era sencillo, pero no tanto. Fingir ser el reivindicator una vez más era un fastidio.

Camino Aguasvivas no respondió. Extrajo de su carpeta una nota con la dirección de la cínica donde me iban a suministrar el antídoto. Me dijo que el próximo lunes debía presentarme ante el doctor X. Él sabría qué hacer.

No dijo nada más. Al despedirse de mí noté en ella algo de aflicción, como si un repentino cargo de conciencia la obligara a huir de mí. Fue algo que no pude explicarme, no en la mañana de un día de carnaval.

El lunes fui a ver al doctor. Le dije mi nombre a la secretaria: Jhonny Walker. Pero ella escuchaba la radio y tuve que repetírselo un par de veces.

En la radio dijeron que el número de muertos en el carnaval había aumentado en catorce este año. Yo pensé en el negocio de pompas fúnebres y constaté con satisfacción que aquella chica no hacía el menor caso. Nadie se daba cuenta de la buena oportunidad para desarrollar una empresa de aquella magnitud; una multinacional de pompas fúnebres que cotizaría en bolsa a mayor precio mientras más guerras y desastres hubiera en el mundo. Al parecer la gente moría con el único objetivo de mantener viva mi esperanza. Esa era la verdadera razón que me impulsaba a pasar por un reivindicator. Me hicieron entrar a una sala donde después de tomarme la tensión no tuvieron más remedio que cumplir con las predicciones de la señora Del Camino. Me pincharon en el culo. Dije ay y me fui al burdel. 

En la fachada de la Casa Aguasvivas estaban colocando un cartel de neón y sin dudas los servicios de bar y tal vez algún que otra prestación de placeres menores habían comenzado a funcionar. El burdel calentaba motores. La matrona me esperaba en la puerta. Ya no parecía la misma mujer que me visitó una semana atrás, aunque era inevitablemente menuda eso sí, mas ahora poseía el verdadero aire de dama de la noche, necesario para su desempeño. Era casi un robot de gestos y poses estudiadas. Me recibió con amabilidad e hizo llamar a las chicas.

Cliente en un burdel

Un cliente elige chica. Dibujo de Xavier Sager (1910).

Subimos Úrsula y yo. Su culo iba tan pegado a mi cara que me fue difícil no reconocer la alta calidad de los servicios en un futuro prestados por la Casa Aguasvivas. No pude, sin embargo, percatarme de la decoración interior ni del magnífico salón al estilo barroco novohispano y alumbrado de rojo por unas velas importadas desde Japón. Todo lo íbamos dejando atrás como si no hubiera nada más importante o sublime que un olor, una promesa. La abertura en el vestido de la chica llegaba hasta el comienzo de sus nalgas –asumamos, según el postulado jacobino, que estas empiezan en la parte superior- y dejaba entrever una piel blanca una columna recta; una figura de cera perfumada de vainilla. Su pelo demasiado corto no ayudaba a disimular su esbelto cuello. El mismo vestido holgado y transparente era como un mosquitero puesto sobre una criatura demasiado delicada y palpitante para exponerla a los insectos. Subimos, a media escalera Úrsula Valentinova me extendió la mano. Tenía una rara diferencia de temperatura entre sus dedos y la palma de la mano. La última estaba fría, sus dedos suaves y tibios. Calidez y humedad, tal vez. Al llegar al corredor me soltó la mano para abrir la primera puerta a la derecha. Entramos tan rápido en la habitación que no tuve tiempo de contemplar las cortinas que jugaban a fustigar el sol poniente en el magnífico balcón en semicírculo al final del pasillo.

Ya adentró Úrsula Valentinova no me volvió a mirar. Se sentó en la esquina de la cama. Yo la contemplé frotarse las manos contra sus muslos, como si ella misma hubiera descubierto la diferencia de temperatura entre los dedos sus palmas. No me miraba. La expresión de su rostro denotaba aquella misma turbación que demostró Camino Aguasvivas cuando nos despedimos en mi casa. ¿Una epidemia de melancolía? Quizá. No podía asociar a mi presencia este estado de ánimo. No acertaba a dilucidar si tenían esos efectos cuando yo no estaba. El caso es que me quedé allí, en el umbral contemplándola y sufriendo ese instante de silencio e indecisión asociado a todo cuarto de putas del mundo, aun no evitado por el glamur de aquella habitación. Me refiero a ese instante en que uno espera que la chica muestre su verdadera disposición. Unos segundos no contemplados en la factura. Por supuesto que esa vez yo no encontré razones para creer que Valentinova sentía placer en su trabajo.

Habitación de burdel. Postal francesa de 1903

Postal francesa de 1903

El teléfono sonó y no me hizo falta fingir que no era Charles Dickens y sí el reivindicator Roger Montero para comprenderlo: desde algún rincón de aquel aposento de Venus, alguien nos observaba. Valentinova respondió con monosílabos, un poco contrariada. Sin dudas la señora Camino Aguasvivas la apremiaba a desnudarse. Imaginé toda una comitiva de médicos y proxenetas atentos a mis reacciones y las de esta chica frente a varios monitores. Así que me dije: Dustin Hoffman, vamos a hacerlo de lujo. Entretanto, Valentinova había comenzado a desnudarse. Cada centímetro de piel que yo percibía era como un pinchazo en mis costillas.

Pero Úrsula Valentinova dijo estas palabras proféticas cuando ya no había tiempo para meditar en ellas. El primer latigazo lo sentí en la espalda.

Ella, sin hacer caso a mis palabras se dejó caer de rodillas sobre mi culo. Lo cierto es que era menuda y no pesaba tanto, es verdad. Pero lo comprometido de mi situación y lo inesperado de su gesto me impidieron tomar otro camino que no fuera entre las piernas de Úrsula Valentinova. La chica gimió al sentirme dentro de ella. Se abrazó a mí. Yo trataba de salir de su sexo caliente, estrecho, húmedo, palpitante y jodidamente envenenado, pero la señora del camino volvió a saltar una y otra vez sobre mi culo que no me quedó otra ejecutoria que el pecado. De repente Úrsula vio mis labios azules y gritó. Hizo lo posible por salirse de mi abrazo, pero la matrona amenazante se lo impidió.

No quedó otro remedio que morirse. Cuando Úrsula Valentinova sintió la flacidez de mi cuerpo comenzó a llorar, y Camino Aguasvivas a reír. Entró el médico acompañado por tres proxenetas. Entre todos me pusieron bocarriba. Sentí que la chica se deslizaba de la cama. El médico me tomó el pulso.

Si hay una cosa a objetar en eso de estar muerto es el trato que le dan a tu cuerpo. Me envolvieron en la misma sábana que antes nos cubría a Úrsula y a mí. Desnudo, salvo en mis calcetines azules. Cargaron conmigo y me tiraron en la parte trasera de una camioneta. Tuvieron, eso sí, la delicadeza de cubrirme con una lona, aunque más bien creo que no lo hicieron por el frío. Al fin era julio y yo estaba muerto. Cuando llegaron a mi casa en las dunas, lo mismo, tiraron de mí como les vino en gana, hicieron no sé qué broma sobre no sé qué parte de mi cuerpo y entraron en la casa. Ellos no sospechaban, por eso entraron.

Los proxenetas se miraron y también a su alrededor. No esperaban encontrarse el ambiente dispuesto para un funeral. ¿No había expuesto yo el propósito de ocuparme de mis pompas fúnebres, luego de haberme ocupado de tantas pompas de jabón? Allí estaban las flores, el chocolate, las beatas sentadas en corro, las plañideras mesándose los cabellos… todo perfecto. Y en medio del salón, donde antes estuvo mi mesa circular con el abanico de revistas, se encontraba ahora la caja del mejor pino que pude pagarme. Los proxenetas quisieron marcharse con mi cadáver, pero Magda Steffany se los impidió.

Los proxenetas obedecieron al ver que mi secretaria tenía una granada en su mano derecha. Yo estaba muerto, pero lo sé. Siempre trae una o dos en su bolso. Y amenaza con ellas en cuanto la situación se le va de las manos. Esta vez me pusieron con delicadeza en la caja y hasta ajustaron la tapa sin que nadie lo indicara.

Magda Steffany le quitó la espoleta a la granada. La imaginé con aquella misma expresión de la vez en que me pidió un aumento de sueldo y no se lo di.

La llamada se hizo. Camino Aguasvivas tardó una hora y media en llegar. A mí no me preocupaba el tiempo pues me encontraba ya de cara a la eternidad, pero no es menos cierto que las plañideras habían hecho, y continuaban, una labor bastante profesional, eso tiene su precio. La dueña del burdel estaba informada de todo, Mitch era bueno en describir escenarios por teléfono. Lo primero que hizo fue preguntar si yo era difunto. No pude saber si las noticias de mi muerte la iban a contrariar o no. Mitch asintió a su pregunta.

No volví a escuchar a la matrona. Ella y los suyos se fueron sin probar el chocolate. Sin dudas algún detalle se me había escapado. No era posible que a un agente de pompas fúnebres con servicio completo se le escaparan futuros clientes antes de terminar la ceremonia. Las beatas dejaron de conversar entre sí, como si hubieran olvidado de repente el guion que les había entregado, donde se hacía fiel relación de mis virtudes. Las plañideras, aunque lloraban, lo hacían con más contento. Era el momento de salir de mi caja de pinos, dar las gracias y analizar todos los detalles de esta, mi primera ceremonia como agente de pompas fúnebres. Fue entonces cuando hubo un silencio y comprendí que alguien había entrado en mi casa. Un ser extraño con la belleza de la muerte real. Las plañideras callaron hasta esa profundidad donde es posible escuchar el silencio. Un par de goterones de sudor me saltaron de la sien hasta el oído izquierdo. Había entrado un ser misterioso, pero nada ajeno. Sentí su olor, sus pasos cortos. Era Margarita. De alguna manera conoció la noticia de mi muerte y vino, no pudo evitarlo, arrastrada por la nostalgia de nuestros tiempos felices.

No se dijo nada más. Había demasiada carga en la escena, demasiada melancolía… Margarita trajo consigo todas sus memorias de tiempos felices y los recuerdos se mezclaban con los míos en un baile orgiástico mientras nublaban el espacio frente a mis ojos. Traté de saltar de la caja, pero tanto tiempo de tabla dura, de fingir, me había entumecido. Necesité varios minutos para salir del habitáculo mortuorio. Los recuerdos seguían bailando delante de mí como bailan en la conversación de dos viejos amantes que se encuentran después de tanto tiempo. ¿Acaso no lo éramos ella y yo? Logré escaparme de mi estado de postración, pero al saltar olvidé cubrirme con la sábana. Al verme así las beatas gritaron y las plañideras rieron. Por encima de su risa yo pude escuchar el sonido del coche que se alejaba sobre la arena de las dunas en dirección a la carretera de San Vicente.

Pero nadie murió esa semana en San Vicente.

El síndrome de Stendhal
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