El burdel al revés. Un cuento de Alejandro Cernuda
Alejandro Cernuda
El burdel al revés es un pasaje aún no esclarecido del todo en la vida del reivindicator Roger Montero. Protagonista de los libros El juego de Onetti y Camino al infierno.No podía reconocerme. A juzgar por mi posición –de pie un poco ladeado-, el ángulo, la luz, tenía que ser mía la figura humana en el espejo, pero era mentira, ¿tal vez el calor en aquella mañana de verano tan cerca de las dunas? Tenía que ser un sueño, un error, delirio, una alucinación provocada por el aire caliente y húmedo ¿Será humedad, aquí en pleno desierto?. Por algún contratiempo dejé de ser Maximiliano de Austria y me convertí en un reivindicator común y corriente, justo la misma cara que meses atrás recordaba sobre los hombros de Roger Montero. Tuve que darle varias vueltas al grifo para que saliera el agua, lo hice con los ojos cerrados hasta que me sorprendió el chorro. Unas gotas me salpicaron la barriga y sólo entonces, aunque sin abrir los ojos, me incliné para enjuagarme la cara.
Una tal Camino Aguasvivas había telefoneado para decirme que hoy vendría a consultarme un asunto más o menos delicado. Dijo a eso de las nueve y por mi cuenta eran ya pasadas las doce. Tal vez estuvo llamando a la puerta y no escuché. Entonces sentí las ruedas de un coche sobre la arena frente a la casa. Era una arena reseca y de granos gruesos con algunas cepas de yerba amarillenta. Eso lo pude discernir, pero no qué tipo de vehículo. Es la tal Camino, pensé, un último restregón antes de incorporarme. Me volví a mirar en el espejo y sí: debía ser la tal señora Camino Aguasvivas, o por lo menos una mujer, pensé, a juzgar por el sonido de las pisadas sobre la arena. En el espejo seguía la cara de Roger Montero, el reivindicator. Me puse una camisa y salí sin ninguna pena de dejarlo en la habitación. Él también intentaba meterse dentro de una camisa como la mía, pero se la dejó mal abrochada, lo que me provocó una sonrisa burlona. No creo que lo haya notado.
- Perdone usted –dijo Camino Aguasvivas cuando le abrí. Era justo como la había imaginado: menuda, morena, mentirosa –perdone usted –repitió –en algún lugar de este desierto tenía una cita con Roger Montero. ¿Le conoce?
- No es un desierto.
- …Usted no se parece a quien yo busco. ¿No sabrá…? ¿Y por qué no se toma su tiempo para abrocharse de una manera apropiada la camisa?
- Son sólo dunas. Los desiertos, para decirlo de alguna manera, son más propensos a los camellos.
- Roger Montero ¿Le conoce usted? Tengo un poco de prisa.
- Las dunas, por lo general se asocian con la idea de tener una playa cercana. Aunque este no sea el caso.
- Yo tampoco le conozco al reivindicator, aunque lo vi muchas veces en la tele cuando se postuló para la presidencia de Ucrania. Hasta casi lo voto, sabe.
- ¿Es usted Ucraniana?... ¿de Kiev?
- Aunque diría que le conozco bien. Creo que soy capaz de reconocer a un reivindicator si lo veo… Perdone. No soy ucraniana. Por eso no le voté.
- Ni Roger Montero tampoco. Diría que por eso no ganó las elecciones.
- Sí, es un detalle. Pero eran tiempos turbios en el este de Europa.
- Ucrania tampoco era un país en aquel tiempo.
- Veo que usted también sabe algo de Roger Montero.
- A veces creo que soy él. Me miro en el espejo y entonces ya no soy Elvis, sino Roger. No sé si me explico.
- No creo que sea Roger Montero. Digo yo que no se puede ser tan… y ser reivindicator.
- Supongamos que me llamo Ismael… ¿Para qué puede necesitar una mujer tan… a Roger Montero?
Camino Aguasvivas subió los dos escalones para refugiarse del sol en el soportal de mi casa. Yo miré la sombra del poste de teléfono. Tal vez no eran más de las diez.
- ¿Quiere algo de beber antes de pasar al asunto que la trae de tan lejos?
- ¿Cómo sabe que vivo lejos? ¿Y qué le importa a usted mi asunto si no es Roger Montero?... ¿No tendrá por casualidad un vaso de agua?
Entré a por el vaso y la señora Camino me siguió sin esperar mi invitación. En todo caso el sol apretaba y creo que yo habría hecho lo mismo. Cuando volví de la cocina ella curioseaba entre las revistas puestas en abanico sobre la mesilla central.
- Veo que recibe aquí a sus clientes –dijo- ¿Es dentista o algo así?... No, los dentistas tienen peces y asistentes…
- Me parece haber regenteado una herrería, pero no recuerdo bien. Tal vez haya sido un simple taller de electrodomésticos especializado en cafeteras italianas o una consulta de podología para personas con pies impares. El caso es que sí, por un tiempo mis clientes venían. Para eso las revistas… Estoy seguro… Pero volvamos al tema, cuénteme qué necesita de Roger Montero, si no es inoportuna mi curiosidad.
- Ah, es sólo un consejo acerca del negocio al que pienso dedicarme. Aun se lo diría al último barrendero si me lo preguntara… Es que cualquiera puede ser cliente y nunca está de más la publicidad, usted sabe. Antes tuve un pequeño hotel y una despulpadora.
- Tal vez pueda ayudarla. He sido asesor del G-20… Eso creo recordar.
- Me sería de gran ayuda contar con la opinión de un reivindicator. Es que intento inaugurar un burdel al revés, no sé si me explico.
- Lo comprendo y es una gran idea, un serrallo al que se accede por el techo. Aplicable a paracaidistas.
- No es eso –dijo Camino Aguasvivas, con una sonrisa tan juvenil, tan llena de tonalidades pueriles que no pude hacer otra cosa que pensar en Margarita, aquella chica que me había dejado por el panadero la mañana en que mi abuelo me llevó a conocer el hielo.
- Tal vez quiera usted ofrecer servicio a domicilio, pero esa idea, aparte de ser vieja, no funciona, pues en las casas también hay esposas, ¿sabe?
- Mi idea… perdón ¿Cómo debo llamarle? Le decía, señor…
- Soy Robin de Locksley.
- Una vez conocí a un Robin; el amigo de Batman, ¿le conoce usted?
- Sin dudas haber tenido un hotel y luego una despulpadora le da la experiencia exacta para la inauguración de un burdel. ¿Cuenta ya con los presupuestos necesarios para la instalación, promoción y respectivos gastos médicos de las chicas?
- Hecho.
- Y con las autorizaciones del gobierno.
- Saldado.
- ¿Y del próximo gobierno? Y habrá contratado alguna agencia de seguridad…
- Abonado.
- Y un bar bien surtido… Eso es necesario, pues en ciertas relaciones con los clientes la ganancia se encuentra en lo subjetivo. Lavandería... eso no puede faltar.
- Sabido es. Pero nada de eso es el problema. Verá usted, señor De Locksley, mi Casa se propone ofrecer un servicio diferente. Tengo suficiente dinero para mis comodidades y ahora sólo pienso en dar algo a cambio. La Casa Aguasvivas tiene más que otra cosa un carácter filantrópico. En mi burdel serán las chicas quienes paguen a los clientes, por eso lo de burdel al revés ¿Lo pilla?
Chica asomada a la ventana. Dibujo.
Por unos minutos dejé de escuchar a la señora Camino Aguasvivas. Me puse el objetivo de aislar su voz del ruido de los autos que iban en dirección a San Vicente y conseguí lo contrario. Esa noche iba a haber carnaval y por tanto agradable sentarse al caer la noche en la pequeña terraza lateral izquierda a ver los fuegos artificiales y luego a escuchar el sonido mojigato de las ambulancias. Los días después de carnaval en San Vicente eran propicios para las pompas fúnebres. Desde un tiempo venía pensando en la oportunidad de dedicarme a este trajín, pero otro año se me iba de las manos la oportunidad por falta de presupuesto para la importación de flores de mariposa. Ahora, en cambio, se aparecía la tal señora a pedirme consejos. La gente prospera y yo no, la gente no es fiel a un estado de cuerpo, alma y bolsillo. En esos pensamientos estaba cuando otro me asaltó. Tal vez debía dedicarme en serio a ser Roger Montero y cobrar unas pecunias por un consejo. Eso es: poner precio a mi experiencia. Decir sí o no y cobrar, era sencillo, pero no tanto. Fingir ser el reivindicator una vez más era un fastidio.
- Es un fastidio –me dijo Camino- Usted debe estar en otros asuntos, tal vez importantes… Y yo aquí, echándole en los hombros la carga que traía para otros. De veras lo siento, Robin.
- Llámeme Roger. Sí, supongamos que Soy el que Soy. Cuánto está dispuesta a pagar por mi asesoría… eso sí, a tiempo parcial, porque como usted dice, otros asuntos me ocupan. Debo terminar unas cestas de mimbre para las oficinas de la UNICEF, traducir del croata dos mil versos de circunstancia para los monjes cartujos y ya por este tiempo me llega la petición de la reina Isabel, de esos dulces de batata y fresa… sé que es la época porque coincide con el carnaval.
- ¡Oh sí, el carnaval! ¡Qué pena no tener en funcionamiento la Casa Aguasvivas!
- Es un trabajo simple el asesoramiento –dije para mí.
- Necesito un reivindicator de verdad porque el trabajo no será fácil. Verá usted, es arriesgado y su vida corre peligro. Pagaré lo suficiente, pero aún no le he contado todas las pautas de mi negocio.
- Es el oficio más antiguo. Todo está dicho ya.
- ¿Eso cree? Ya le dije que mis chicas, que están entre las más hermosas y limpias del país, pagarán a sus clientes…
- ¿Cuántas chicas limpias y delicadas?
- Unas treinta.
- ¿Digamos que quince más limpias que delicadas y quince lo contrario? Es importante.
- Las chicas están avaladas por la ISO 9520. Como puede ver me he ocupado de todo –dijo Camino Aguasvivas y sin que yo supiera de dónde, sacó una carpeta de piel de patata y comenzó a poner sobre la mesa certificados, expedientes, licencias, planos, y hasta una declaración jurada –Vea todo lo que tengo- dijo con el orgullo de un niño que muestra su colección de sellos. Yo mismo pensé en mi fabuloso muestrario de pañuelos con las marcas de las bocas pintadas más célebres del siglo XVII, destruida por mi secretaria Magda Steffany cuando se le ocurrió lavarlos.
- Tiene demasiados papeles para mi gusto, señora.
- Mi abogado me dijo que, en esta era digital, mientras más papeles mejor. Pero no me interrumpa y déjeme explicarle la verdadera razón del burdel al revés.
- No la interrumpo entonces.
- Cada grupo de clientes, en igual número que las chicas.
- ¿Y si un cliente quiere dos… o treinta?
- Ninguno se arriesgará a tanto. Le puede costar la vida –La posibilidad de que alguien muriera en tan suculenta situación devolvió a mi mente aquella idea de las pompas fúnebres y presté más atención entonces. Algo me decía que la charla con la señora Aguasvivas podría ser el inicio de algo.
- Sospecho que este es el inicio de una gran amistad.
- Cada noche morirá un cliente. Es una ruleta rusa. ¿Lo pilla? Una de las chicas tendrá veneno en la piel.
- Dicen que tienes veneno en la piel, y que estás hecha de plástico fino –canturrié.
- Esa tonada me sirvió de inspiración, señor De Locksley. Al principio fue una idea. Luego el descubrimiento de un plástico especial. Con él se recubren las partes de la chica envenenada. Sin que esto impida el comercio y la magia de las pieles.
- Me gusta la idea, pero debo admitir que no comprendo por qué quiere eliminar a un cliente. Una de las pautas empresariales modernas aboga por el reciclaje de consumidores.
- Cada uno de esos clientes firmará un contrato donde, en caso de fallecer, dejará en herencia a la Casa Aguasvivas una suma dos veces superior a lo que pagamos a la totalidad de los clientes.
- Ya no me parece tan de filántropos su idea, ni tampoco asequible a los panaderos.
- Para eso necesito al reivindicator. Comprenda usted que alguien debe probar el efecto de mis chicas.
- Puede contar conmigo.
- Es una prueba riesgosa y quien se atreva puede morir.
- Pues no busque más, ya tiene a su hombre.
- Le suministraremos un paliativo; así impediremos, en el último instante, su muerte.
- Es pan comido.
- Aunque debo decirle que tampoco hemos probado ese antídoto.
- Siempre quise ser probador de venenos.
- Con que sus labios se pongan azules y entre en estado de shock será suficiente. Luego, con suerte, conseguiremos reanimarlo.
- No quiero parecer ansioso por aceptar, pero dígame cuándo lo pondremos en práctica, ¿hoy? ¿A más tardar mañana? Si es así no podré dormir esta noche. Pero con una condición. Si muero me ocuparé yo mismo de las pompas fúnebres.
Camino Aguasvivas no respondió. Extrajo de su carpeta una nota con la dirección de la cínica donde me iban a suministrar el antídoto. Me dijo que el próximo lunes debía presentarme ante el doctor X. Él sabría qué hacer.
- ¿Debo llevar corbata a la clínica?
- No lo creo necesario, señor De Locksley.
- ¿Cepillo de dientes?
- No.
- ¿Calcetines limpios?
- En vista de que parece usted saludable no creo que la consulta pase de pincharle en el culo. Lo espero esa misma tarde en la Casa Agusvivas. Aquí tiene la dirección.
- ¿Debo llevar corbata al burdel?
No dijo nada más. Al despedirse de mí noté en ella algo de aflicción, como si un repentino cargo de conciencia la obligara a huir de mí. Fue algo que no pude explicarme, no en la mañana de un día de carnaval.
El lunes fui a ver al doctor. Le dije mi nombre a la secretaria: Jhonny Walker. Pero ella escuchaba la radio y tuve que repetírselo un par de veces.
- Nombre:
- San Juan de la Cruz.
- ¿Perdón, San qué?
- Santana, señorita, Carlos Santana.
En la radio dijeron que el número de muertos en el carnaval había aumentado en catorce este año. Yo pensé en el negocio de pompas fúnebres y constaté con satisfacción que aquella chica no hacía el menor caso. Nadie se daba cuenta de la buena oportunidad para desarrollar una empresa de aquella magnitud; una multinacional de pompas fúnebres que cotizaría en bolsa a mayor precio mientras más guerras y desastres hubiera en el mundo. Al parecer la gente moría con el único objetivo de mantener viva mi esperanza. Esa era la verdadera razón que me impulsaba a pasar por un reivindicator. Me hicieron entrar a una sala donde después de tomarme la tensión no tuvieron más remedio que cumplir con las predicciones de la señora Del Camino. Me pincharon en el culo. Dije ay y me fui al burdel.
En la fachada de la Casa Aguasvivas estaban colocando un cartel de neón y sin dudas los servicios de bar y tal vez algún que otra prestación de placeres menores habían comenzado a funcionar. El burdel calentaba motores. La matrona me esperaba en la puerta. Ya no parecía la misma mujer que me visitó una semana atrás, aunque era inevitablemente menuda eso sí, mas ahora poseía el verdadero aire de dama de la noche, necesario para su desempeño. Era casi un robot de gestos y poses estudiadas. Me recibió con amabilidad e hizo llamar a las chicas.
Un cliente elige chica. Dibujo de Xavier Sager (1910).
- Aunque no está aquí para eso, mi querido Robin de Locksley, me gustaría escuchar su opinión sobre mis niñas.
- No me diga que todas son hijas suyas –las samaritanas rieron, lo que también me pareció un coro estudiado.
- Lo de niñas es un decir. Las quiero a todas, eso sí… pero dígame, y recuerde que una de ellas yacerá con usted, así que procure no ofenderlas.
- Sé quién es la elegida, señora Del Camino. Espero que mi perspicacia no sea un contratiempo.
- ¿Pero cómo puede saber? –dijo mi anfitriona, asombrada, aunque sin evidenciar contrariedad al respecto.
- Es ella –señalé a una de la chicas- Me basta con conocerme y entender que usted también ha tratado de hurgar en mi pasado para adivinar. Le fue fácil poner Américo Vespucio en la web para tener ante sus pestañas abundante información que hay sobre mí. Malditos paparazis… Esta chica, señora Del Camino, tiene los ojos tristes y grandes de una cabeza de vaca en el matadero. Su pelo es del color y brillo de las plumas de un cuervo. Ve esa naricilla respingada, temblorosa y húmeda como una rata que otea el horizonte. Silenciosa como un pez. Me atrevería a decir que es fiel como una perra. Parece esbelta como una jirafa cuando se estira para agarrar la última hoja de acacia.
- Es usted un maestro de la deducción, amigo Robin. Creo ver ante mis ojos a un buen prospecto si algún día, si este no es el último para usted, decide enrolarse en el ancestral oficio y se convierte en reivindicator de veras.
- No quiero ser un reivindicator como esos que pululan de un lado a otro. Los hay en cada barrio, en cada hogar. Hasta en mi espejo puedo ver a Roger Montero. ¿Comprende?
- Pero usted no ha descrito a esta chica, Úrsula Valentinova es su nombre, sino que a Margarita. No se ofusque si menciono su nombre.
- No, ya no me pasa.
- Sin embargo, no creo que lo de fiel como una perra vaya con su antigua musa. Tengo entendido que lo abandonó.
- Me confunde usted con el señor Roger Montero y esa historia la conoce el mundo desde que a Barack Obama se le ocurrió mencionarlo en un discurso.
- Bueno, amigo De Locksley, debido al riesgo de no volverle a ver más con vida luego de que usted suba las escaleras, no le veo sentido a esta conversación. Lo más prudente será comenzar el experimento, pues el antídoto perderá su efecto a las cuatro horas, sabe.
Subimos Úrsula y yo. Su culo iba tan pegado a mi cara que me fue difícil no reconocer la alta calidad de los servicios en un futuro prestados por la Casa Aguasvivas. No pude, sin embargo, percatarme de la decoración interior ni del magnífico salón al estilo barroco novohispano y alumbrado de rojo por unas velas importadas desde Japón. Todo lo íbamos dejando atrás como si no hubiera nada más importante o sublime que un olor, una promesa. La abertura en el vestido de la chica llegaba hasta el comienzo de sus nalgas –asumamos, según el postulado jacobino, que estas empiezan en la parte superior- y dejaba entrever una piel blanca una columna recta; una figura de cera perfumada de vainilla. Su pelo demasiado corto no ayudaba a disimular su esbelto cuello. El mismo vestido holgado y transparente era como un mosquitero puesto sobre una criatura demasiado delicada y palpitante para exponerla a los insectos. Subimos, a media escalera Úrsula Valentinova me extendió la mano. Tenía una rara diferencia de temperatura entre sus dedos y la palma de la mano. La última estaba fría, sus dedos suaves y tibios. Calidez y humedad, tal vez. Al llegar al corredor me soltó la mano para abrir la primera puerta a la derecha. Entramos tan rápido en la habitación que no tuve tiempo de contemplar las cortinas que jugaban a fustigar el sol poniente en el magnífico balcón en semicírculo al final del pasillo.
Ya adentró Úrsula Valentinova no me volvió a mirar. Se sentó en la esquina de la cama. Yo la contemplé frotarse las manos contra sus muslos, como si ella misma hubiera descubierto la diferencia de temperatura entre los dedos sus palmas. No me miraba. La expresión de su rostro denotaba aquella misma turbación que demostró Camino Aguasvivas cuando nos despedimos en mi casa. ¿Una epidemia de melancolía? Quizá. No podía asociar a mi presencia este estado de ánimo. No acertaba a dilucidar si tenían esos efectos cuando yo no estaba. El caso es que me quedé allí, en el umbral contemplándola y sufriendo ese instante de silencio e indecisión asociado a todo cuarto de putas del mundo, aun no evitado por el glamur de aquella habitación. Me refiero a ese instante en que uno espera que la chica muestre su verdadera disposición. Unos segundos no contemplados en la factura. Por supuesto que esa vez yo no encontré razones para creer que Valentinova sentía placer en su trabajo.
- ¿Le sucede algo? –pregunté al fin.
- Es que soy virgen.
- Ah, pero no se preocupe. Iremos paso por paso; aunque una chica como usted, con las virtudes que posee para el antiguo oficio, debía haber tomado algún curso online para putas de esquina. Yo mismo estudié un par de ellos y le aseguro que ayudan.
- No es nada de eso, yo he sido puta toda la vida. Cuando digo que soy virgen me refiero a que no he matado a nadie.
- Antes había cursos por correspondencia para prostitutas. Mandaban cartas a domicilio y las chicas esperaban al cartero en la puerta para que sus padres no sospecharan; pero internet acabó con todo esto.
- ¿No se da cuenta que tengo en mi cuerpo un veneno mortal y usted puede morir en mis brazos?
- Usted es como una viuda negra, ¡Qué emoción! Aunque nunca se me ha dado bien la zoofilia. No con insectos -reflexioné.
- De cualquier manera, si usted decide no morir en mis manos igualmente lo asesinarán cuando baje las escaleras.
Postal francesa de 1903
El teléfono sonó y no me hizo falta fingir que no era Charles Dickens y sí el reivindicator Roger Montero para comprenderlo: desde algún rincón de aquel aposento de Venus, alguien nos observaba. Valentinova respondió con monosílabos, un poco contrariada. Sin dudas la señora Camino Aguasvivas la apremiaba a desnudarse. Imaginé toda una comitiva de médicos y proxenetas atentos a mis reacciones y las de esta chica frente a varios monitores. Así que me dije: Dustin Hoffman, vamos a hacerlo de lujo. Entretanto, Valentinova había comenzado a desnudarse. Cada centímetro de piel que yo percibía era como un pinchazo en mis costillas.
- Sus lechugas son tan frescas como la piel –le dije, parafraseando al poeta.
- ¿Se refiere a mis tetas? Terminemos esto cuanto antes, señor reivindicator. No se vaya a poner romántico. Este es el lugar más inapropiado del mundo para ser romántico; aunque vaya si se ha hecho. Creo que ese es uno de los encantos del burdel, ¿no?
- Ah, no me trate usted con tanta cortesía. No se ve bien justo a los pies de la cama donde yaceremos en un par de minutos. No sé, cualquiera puede pensar que ha dejado de amarme –dije, le hice una seña y un gesto con la cabeza para demostrarle que mis palabras tenían el objetivo de despistar a los inoportunos oyentes.
- Me siento como un conejillo de indias, sabe –dijo cuando me tendí a su lado; aunque en todo caso es usted… ¿pero por qué no se quita los calcetines? No hay nada más impresentable que un hombre desnudo en calcetines.
- ¿No lo sabe usted? Las leyes de hermandad prohíben a los reivindicator yacer con samaritanas sin usar calcetines.
- ¿Qué más da? Es su última vez. ¿Qué hace?
- Nada excita más a un hombre que una chica guapa como usted tema por su vida.
- Me importa un comino su suerte, sólo que no quisiera ser yo la causante de su fin. ¿Puede decirme qué hace usted acurrucado junto a mis pies, debajo de la sábana?
- He de amarla entera, señorita, así que, si no le molesta, permaneceré un par de horas contemplando sus tobillos.
- Me pone nerviosa pensar lo que hace usted allá abajo. Acabemos con esto. No tire de mis piernas. No me olfatee como un perro. Y no me haga más cosquillas en la planta de los pies, se lo suplico.
- Se ríe usted, entonces le gusta.
- Hágamelo, señor reivindicator –murmuró Úrsula Valentinova con la voz distorsionada por la risa.
- Ya se lo dije, no me trate con tanta cortesía.
- Suba aquí o voy a pensar lo peor de usted. ¿Es que no le gustan las mujeres? –dijo y con un gesto brusco me pateó y luego separó las piernas. Desde mi perspectiva vi su sexo envenenado, recubierto de plástico invisible, y más allá su vientre que pegaba saltillos cada vez que yo le hacía cosquillas.
- No he podido determinar aún cuál es su número de calzado.
- Hágame el puto sexo de una vez y por toda. Antes que esos locos suban aquí y nos muelan a palos debajo de esta sábana.
Pero Úrsula Valentinova dijo estas palabras proféticas cuando ya no había tiempo para meditar en ellas. El primer latigazo lo sentí en la espalda.
- Fornique usted –escuché decir a Camino Aguasvivas- Refocílese en ella o lo mato a latigazos –Y sin más un chasquido de su verga seguía a otro sobre mi espalda, mi culo mis piernas. Úrsula Valentinova se contorsionaba tratando de evitar los golpes a la vez que se encogía y tiraba de mí como si quisiera cubrirse con mi cuerpo. Fue así y sólo así que terminé dentro de ella. Cuando la señora Camino notó nuestra innegable postura, también subió a la cama.
- El trío no estaba en el contrato, señora –dije adolorido.
Ella, sin hacer caso a mis palabras se dejó caer de rodillas sobre mi culo. Lo cierto es que era menuda y no pesaba tanto, es verdad. Pero lo comprometido de mi situación y lo inesperado de su gesto me impidieron tomar otro camino que no fuera entre las piernas de Úrsula Valentinova. La chica gimió al sentirme dentro de ella. Se abrazó a mí. Yo trataba de salir de su sexo caliente, estrecho, húmedo, palpitante y jodidamente envenenado, pero la señora del camino volvió a saltar una y otra vez sobre mi culo que no me quedó otra ejecutoria que el pecado. De repente Úrsula vio mis labios azules y gritó. Hizo lo posible por salirse de mi abrazo, pero la matrona amenazante se lo impidió.
- Un poco más, ya casi, dijo Camino Aguasvivas mientras me tomaba el pulso.
- Sí, un poco más –dije yo y continué moviéndome.
- Ya casi muere –dijo la chica- quítemelo de arriba, señora, tiene los labios azules. No quiero…
- Quieta –advirtió la dueña y me presionó la nuca para impedir que abandonáramos el juego.
- Muévase un poco usted también, señorita –dije- no ve que la señora del Camino no me deja hacer mucho a mí.
No quedó otro remedio que morirse. Cuando Úrsula Valentinova sintió la flacidez de mi cuerpo comenzó a llorar, y Camino Aguasvivas a reír. Entró el médico acompañado por tres proxenetas. Entre todos me pusieron bocarriba. Sentí que la chica se deslizaba de la cama. El médico me tomó el pulso.
- No sé qué decir –dijo. Está vivo aún, así que no sabremos si el veneno es malo o el antídoto bueno.
- ¿Pero no lo ve? –dijo Camino Aguasvivas sin parar de reír- Ya qué importa. Si el veneno no es suficiente ya mis chicos lo arreglarán. Y el antídoto lo necesitamos sólo en caso de que algo vaya mal con el testamento del cliente.
- ¿Qué hacemos con él? –preguntó uno de los proxenetas.
- Sáquenlo de aquí, por favor –susurró Úrsula.
- Morirá de un instante a otro –aseguró el doctor.
- Es tan tonto, Dios mío, qué da pena. Dígame, doctor, ¿a quién se le ocurre cerrar un trato de esta índole y no cobrar por adelantado?
- A un tonto, señora, a un tonto.
- Sólo cabe tanta estupidez en un reivindicator –dijo la matrona.
- Llámeme Ricks, señora –susurré con una voz tan trémula que dudo mucho me hayan comprendido.
- Y qué aspecto, en calcetines –dijo uno de los proxenetas.
- Es cierto –exclamó la dueña-. Chica, no sé cómo pudiste, cómo tienes estómago –observó mientras se dirigía a Úrsula, quien gemía sin consuelo en contrapunteo a la estrepitosa risa de los demás.
- Acabemos con su sufrimiento –dijo el médico- démosle al fin otra dosis de veneno a ver si se muere.
- Pero aquí no. Hay otras cosas que hacer. Mitch –Camino Aguasvivas se dirigió a uno de los proxenetas-. Llévenlo a su casa y ocúpense de él allá. ¿Saben a qué me refiero?
- Parecerá un accidente, señora. No se preocupe.
Si hay una cosa a objetar en eso de estar muerto es el trato que le dan a tu cuerpo. Me envolvieron en la misma sábana que antes nos cubría a Úrsula y a mí. Desnudo, salvo en mis calcetines azules. Cargaron conmigo y me tiraron en la parte trasera de una camioneta. Tuvieron, eso sí, la delicadeza de cubrirme con una lona, aunque más bien creo que no lo hicieron por el frío. Al fin era julio y yo estaba muerto. Cuando llegaron a mi casa en las dunas, lo mismo, tiraron de mí como les vino en gana, hicieron no sé qué broma sobre no sé qué parte de mi cuerpo y entraron en la casa. Ellos no sospechaban, por eso entraron.
- Por fin llegan –dijo Magda Steffani y su risa estridente se alzó por encima de las plañideras que en ese momento comenzaban a gemir –. Vea qué bien lo hemos dispuesto todo para el funeral. Ah, ustedes no saben la ilusión que me hace poder asistir al entierro de ese… Mejor no digo. Pero pasen, bébanse un cafecito recién hecho.
Los proxenetas se miraron y también a su alrededor. No esperaban encontrarse el ambiente dispuesto para un funeral. ¿No había expuesto yo el propósito de ocuparme de mis pompas fúnebres, luego de haberme ocupado de tantas pompas de jabón? Allí estaban las flores, el chocolate, las beatas sentadas en corro, las plañideras mesándose los cabellos… todo perfecto. Y en medio del salón, donde antes estuvo mi mesa circular con el abanico de revistas, se encontraba ahora la caja del mejor pino que pude pagarme. Los proxenetas quisieron marcharse con mi cadáver, pero Magda Steffany se los impidió.
- ¿Cómo se les ocurre ahora que todo está listo? Vamos a divertirnos un rato. Pongan ese cuerpo deforme y para más desgracia suya exánime en la caja y bailemos alrededor suyo con teas encendidas. Veremos ahora si es de su talla, porque lo que es a mí me parece demasiado chica. En confidencia se los digo, jóvenes, Roger Montero es la quintaescencia de la tacañería. Me alegro de que haya muerto.
- ¿Qué hacemos, MItch? –preguntó Ralph.
- Ya han traído el cuerpo de Nabucodonosor –dijo una plañidera y comenzó a arrastrarse por el suelo mientras se desgarraba el vestido -. No, no se lo lleven.
- Es el cuerpo de Julio Iglesias –grito una beata- o por lo menos me dijo que se llamaba así.
- Silencio –gritó la voz autoritaria de Magda Stefanny-. Ustedes a lo suyo, chicos. Dejen el cuerpo en la caja.
Los proxenetas obedecieron al ver que mi secretaria tenía una granada en su mano derecha. Yo estaba muerto, pero lo sé. Siempre trae una o dos en su bolso. Y amenaza con ellas en cuanto la situación se le va de las manos. Esta vez me pusieron con delicadeza en la caja y hasta ajustaron la tapa sin que nadie lo indicara.
- ¿Dónde está la señora del Camino? –preguntó mi secretaria- ¿Tal vez haya mandado con ustedes el dinero para pagarle a todas estas chicas?
- No sabemos nada de dinero –señora- ¿Y por qué no guarda ese chisme?
Magda Steffany le quitó la espoleta a la granada. La imaginé con aquella misma expresión de la vez en que me pidió un aumento de sueldo y no se lo di.
- Exijo inmediatamente el pago del peculio acordado con el difunto. Es necesario pagar a estas pobres chicas –Desde mi caja escuché cómo aumentaba el llanto de las plañideras al comprender que no había dinero.
- Es mejor que llames a la jefa, Mitch –dijo Ralph- o no sé cómo vamos a salir de esta. He peleado contra todo, pero nunca me enfrenté a una vieja con una granada.
- Es un acto de terrorismo –dijo Mitch.
La llamada se hizo. Camino Aguasvivas tardó una hora y media en llegar. A mí no me preocupaba el tiempo pues me encontraba ya de cara a la eternidad, pero no es menos cierto que las plañideras habían hecho, y continuaban, una labor bastante profesional, eso tiene su precio. La dueña del burdel estaba informada de todo, Mitch era bueno en describir escenarios por teléfono. Lo primero que hizo fue preguntar si yo era difunto. No pude saber si las noticias de mi muerte la iban a contrariar o no. Mitch asintió a su pregunta.
- Yo había pactado un monto de XXXXX $ con el señor De Locksley. Eso es lo único que estoy dispuesta a pagar –miró a su alrededor-. Si este circo cuesta más que eso, alguien deberá ir a cobrarle al fiambre.
- Sólo firme el cheque y lárguese –dijo mi secretaria. A mí me dio un poco de vergüenza. Magda Steffany ha sido siempre demasiado grosera para el cargo que ostentaba. Camino Aguasvivas podría traernos muchos clientes en el negocio mortuorio. Y pensé que esa no era la mejor manera de tratarla.
No volví a escuchar a la matrona. Ella y los suyos se fueron sin probar el chocolate. Sin dudas algún detalle se me había escapado. No era posible que a un agente de pompas fúnebres con servicio completo se le escaparan futuros clientes antes de terminar la ceremonia. Las beatas dejaron de conversar entre sí, como si hubieran olvidado de repente el guion que les había entregado, donde se hacía fiel relación de mis virtudes. Las plañideras, aunque lloraban, lo hacían con más contento. Era el momento de salir de mi caja de pinos, dar las gracias y analizar todos los detalles de esta, mi primera ceremonia como agente de pompas fúnebres. Fue entonces cuando hubo un silencio y comprendí que alguien había entrado en mi casa. Un ser extraño con la belleza de la muerte real. Las plañideras callaron hasta esa profundidad donde es posible escuchar el silencio. Un par de goterones de sudor me saltaron de la sien hasta el oído izquierdo. Había entrado un ser misterioso, pero nada ajeno. Sentí su olor, sus pasos cortos. Era Margarita. De alguna manera conoció la noticia de mi muerte y vino, no pudo evitarlo, arrastrada por la nostalgia de nuestros tiempos felices.
- ¿Ha muerto entonces? –le preguntó a Magda Steffany.
- Sí, ya usted no puede matarlo.
No se dijo nada más. Había demasiada carga en la escena, demasiada melancolía… Margarita trajo consigo todas sus memorias de tiempos felices y los recuerdos se mezclaban con los míos en un baile orgiástico mientras nublaban el espacio frente a mis ojos. Traté de saltar de la caja, pero tanto tiempo de tabla dura, de fingir, me había entumecido. Necesité varios minutos para salir del habitáculo mortuorio. Los recuerdos seguían bailando delante de mí como bailan en la conversación de dos viejos amantes que se encuentran después de tanto tiempo. ¿Acaso no lo éramos ella y yo? Logré escaparme de mi estado de postración, pero al saltar olvidé cubrirme con la sábana. Al verme así las beatas gritaron y las plañideras rieron. Por encima de su risa yo pude escuchar el sonido del coche que se alejaba sobre la arena de las dunas en dirección a la carretera de San Vicente.
- Vuelve aquí –grité autoritario, pero nada.
- A mí no me grita usted –dijo mi secretaria-. Y si no se cubre de inmediato sus vergüenzas… Su poca vergüenza. Le voy a partir la cabeza con esta granada.
- ¿Se ha ido Margarita? –pregunté mientras volvía a cubrirme con la sábana.
- Hace mucho que esa se fue de su vida. Quien estuvo aquí fue una tal Úrsula Valentinova. Vaya usted a saber por qué pecaminosa razón. Me pareció imbécil, sabe. Preocuparse por si usted estaba vivo o muerto. ¿A quién le importa?
- Era Margarita. Lo sé.
- Un cuerno.
- ¿Vino con el panadero?
- El reivindicator es usted. A mí no me pregunte por qué sigue remendando los amoríos ajenos y no soluciona el suyo.
- Sí. Voy a tener que contratar a ese Roger Montero de mi espejo. Hoy se abrochó mal la camisa, sabe…
- ¿Y por qué tiene los labios azules? ¿No sabe que se acabó el carnaval?
- Hubo muchos muertos, qué desperdicio –dije y me agaché para sacar de mis calcetines el lápiz de labios azul-. Creo que esto le pertenece-. Y ahora, le permitiré ocuparse de este desorden mientras me quito la cubierta de plástico especial.
- ¿Es mi lápiz de labios? Usted no tiene vergüenza, robarle a una anciana.
- Es un plástico caro, sabe, pero me salvó de una muerte segura y permitió iniciarme en el negocio de las pompas fúnebres. Pero no se puede orinar con él.
- No me cuente para qué ha usado el plástico –mi secretaria lanzó la granada por la ventana. Con la explosión una ola de arena golpeó la pared-. Es anticatólico –dijo más calmada-. Y tampoco creo que haya necesitado tanto.
- Usted recoja el desorden, ponga las flores en agua y guarde el chocolate. Mañana nos pondremos de suerte si muere alguien.
Pero nadie murió esa semana en San Vicente.
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