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Cuando el cuerpo de José Antonio Aponte aun separado de su cabeza guardaba el calor de la sangre, en la lejana Escocia Walter Scott descubría la novela histórica moderna. Ambas, la muerte y el nacimiento según Lukacs, tienen sus raíces en un mismo hecho: la Revolución Francesa. Esto es, a primera vista, una curiosidad histórica. Dicen que el afortunado nacimiento del subgénero histórico en manos de Walter Scott se debió a su confesada incapacidad para superar en la poesía el genio de Byron
Nosotros, que hemos tenido el privilegio de conocer a Aponte de los sensuales labios de Cecilia Valdés, nunca sospechamos que la invocación a la perversidad iba a devenir en pretexto literario. José Antonio Aponte, uno de los personajes más controvertidos de nuestra historia. Para algunos el cabecilla de una intentona racista, un negro reclutado por Henri Christophe para expandir la sublevación de negros contra blancos; para otros la víctima expiatoria que sucumbe ante la propaganda. Este hombre se nos devela ahora, gracias a la novela, en un ser humano, un artista tan fiel al compromiso entre el arte y la lucha por los derechos del negro que bien podría adjudicarse el título de pintor vanguardista.
Una biblia perdida será para el lector común la historia del devenir de un hombre de talento bajo una situación hostil. En una época más olvidada que lejana; en esa suerte de prehistoria de los hechos ocurridos en Cuba antes del grito de Yara. Que Ernesto Peña nos haya llevado a un momento anterior, es un valor agregado nada desdeñable. Pero con toda intención he comenzado la reseña con una referencia a Walter Scott.
Una biblia perdida sería para Georg Lukacs un buen ejemplo de novela histórica. Según él son aquellas que toman por propósito principal ofrecer una visión verosímil de una época histórica preferiblemente lejana, de forma que aparezca una cosmovisión realista e incluso costumbrista de su sistema de valores y creencias. Eso es la novela de Ernesto Peña, pero es algo más. Mucho más. Porque si lejana es la época del argumento, alejada de nosotros está también la forma en que se cuenta. Una forma que viene de allá, de Walter, que nos rodea y bastaría la pérdida del prejuicio editorial hacia ciertos modos de expresión para que un simple proceso de ósmosis inundara nuestra literatura.
Ernesto Pena. Autor cubano.
De esas influencias nos previene Ernesto Peña, de que hay una literatura escrita en función del gran público, y que se puede escribir en el filo y atreverse a ser tasado por el lector o en su defecto por una crítica comprometida con este. Mi felicitación es extensiva a nuestra literatura. El lector disfrutará el libro que se lee como una aventura, sin que ningún artificio estorbe, ni siquiera un giro del lenguaje porque todo en la novela está pensado para la comodidad de quien la lea, aquellos, y a mi juicio no serán pocos, aquellos que reconozcan el acucioso trabajo investigativo del autor, habrán de cierta forma agarrado al toro por los cuernos, pues la buena literatura hace de los lectores gente comprometida con el proceso de la creación; los escritores comprenderán que se puede trabajar con libertad y dormir en paz con la conciencia de no haberle faltado al arte mayor.
Una situación en suma literaria, y la nuestra sin dudas lo es, lleva a la aparición no sólo de la literatura al respecto, sino a la existencia de teóricos que consideran un deber escribir desde el compromiso social, que dan potestad de arma arrojadiza al libro, olvidan que el escritor es voz y no vocero. Así surgen denominaciones de cínicos y escurridizos para quienes no aceptan su estrategia. Algún que otro detractor le saldrá a esta novela. A ellos les digo que en un país donde el pasado está tan cerca del presente escribir sobre otra época es camino cerrado para el facilismo. Les digo que la esencia humana no se apuntó nunca a la dialéctica.
Una biblia perdida viene a revelar al gran público la soslayada guerra de los negros y a un José Antonio Aponte con su libro de pinturas, su familia, sus amigos, sus ideales, su Jesús Peregrino y su virgen negra; el maestro ebanista, el conspirador, el ahorcado del 9 de abril de 1812, revivido hoy por la ficción que le debíamos. Como si bastase que nuestra Cecilia Valdés dijera: Es más malo que Aponte, para que con el tiempo muriera esa frase en la jerga colonial y todo su candor de virgen se volcara en la vindicación.
Lo que deslumbra de esta novela es lo mucho que tiene de juego, pero no de tonta travesura, sino de esas diversiones que te envuelven, como la sonrisa de cierto gato. Y si el avezado lector no toma p... Más info