Sobre la novela Enamorarse de Ana

Atilio Caballero

Si yo o cualquiera de ustedes fuésemos lectores comunes (por suerte, o tal vez por desgracia, no lo somos), y alguien nos pidiera que relatáramos en pocas palabras el argumento de esta novela, seguramente diríamos, más o menos: es la historia de un extranjero que llega a Ciego Montero con la doble intención de terminar de escribir un libro y de averiguar algo sobre la vida de su padre, oriundo de ese lugar según le han dicho y a quien apenas conoció.

El extranjero Eliott Kleinn conoce a Ana, la muchacha simple que vive con su marido en la casa donde se hospeda, y se enamora de ella. Ana sueña con París, y Kleinn la deslumbra con sus relatos sobre la Ciudad Luz. La muchacha, aburrida y un poco hastiada del machismo de su marido, no tarda en entregarse al forastero. El marido de Ana, debidamente celoso y por tanto suspicaz, los sorprende en pleno acto de infidelidad (o -haciendo la bestia de dos espaldas-, como seguramente habría dicho Shakespeare… pero él no era un lector común), y los mata a puñaladas. Fin del cuento.

Visto así, este argumento podría parecerse mucho a otros tantos, un melodrama con final trágico y previsible. Solo que, y en esto radica la primera diferencia, la feliz diferencia de esta novela-, aquí nada parece ser lo que es. Kleinn es algo más mucho más- que un simple turista; el libro que escribe no es un libro como otro cualquiera, sino una nueva versión de las Escrituras; el verdadero origen de su supuesto padre se pierde en un tiempo oscuro; nunca estuvo en París, Ana es un magma tormentoso que parece atraer todo aquello que se mueve a su alrededor, y al final, es el marido ultrajado quien único parece morir realmente.

Lo que podría suponerse un frívolo juego de equívocos se transforma sutilmente en una estructura lúdica, aunque permeada de tonos macabros, -detalles- que van conformando con perspicacia ese ambiente enrarecido, extraño, por momentos críptico o tal vez misterioso en que se mueve la mayoría de los personajes. -Un no sé qué que queda balbuciendo-, para decirlo a la manera de Fray Luis de León, parece flotar sobre todo. Y este enrarecimiento, que duda cabe, es consecuencia de la llegada de Eliott Kleinn, que viene de Bosnia, al tranquilo pueblecito de aguas puras.

Un personaje que parece haber sido creado por la sagacidad y la hondura psicológica de Henry James, la sutil y espeluznante caracterización de un Robert L. Stevenson y la rica agudeza y espíritu transfigurador de Lezama Lima, el Lezama de Oppiano Licario, para ser más exacto. Esta mixtura, lejos de parecer un pastiche, hace de Kleinn un personaje sencillamente magistral. Y el empaste de estos tres grandes nombres no es fortuito:

Enamorarse de Ana posee esa rara en nuestro contexto literario- y muy apreciable cualidad de aunar con absoluta credibilidad y honestidad lo universal con lo nacional, siendo a un mismo tiempo una novela cubana y cosmopolita, autóctona y ecuménica, de Ciego Montero y del mundo, paisaje o contexto que imbrica genuinamente atmósferas góticas con arroyos de campiña criolla, misterios esenciales con brujerías locales, matizado todo ello por un fino sentido del humor, una ironía o un cinismo travieso y perspicaz que redimensiona todo, otorgándole tal vez un nuevo valor.

¿Quién es Eliott Kleinn, realmente? No lo podría decir. Y si lo supiera tampoco lo diría, por dos razones fundamentales: siempre estaría corriendo el riesgo de equivocarme, y además les rompería la magia y el encanto de descubrirlo por ustedes mismos (si es que pueden). Lo único que sabemos a ciencia cierta, y eso porque nos lo dice el propio personaje, es que Eliott Kleinn no es Eliott Kleinn.

El verdadero Kleinn, un judío converso, ya está muerto. Muerto por el mismo ser que en este momento usurpa su cuerpo. Ahora se trata de alguien que ha asumido su antigua personalidad, sus rasgos físicos exteriores. Metido dentro de esa estructura anatómica puede haber un ángel caído, un escribano al servicio de Mefistófeles, un vampiro, un ente demoníaco, travestimento sin embargo que no podemos analizar según nuestra habitual concepción del mal.

Fausto eclipsado por Mefistófeles

Sometido a fuerzas que le son superiores, debatiéndose entre un escabroso y difuso pasado y el encuentro con nuevas y seductoras sensaciones, como el descubrimiento del placer y la sensualidad, Kleinn se debate entre la misión que le ha sido asignada algo que sabremos solo al final del relato- y la seducción que esa muchacha de encanto pueblerino ejerce sobre él. Como Oscar Wilde, Klein parece poder resistirse a todo menos a las tentaciones (recordar también a Niestzche: el hombre de verdad quiere dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el juguete más peligroso).

Aquí, fuerzas superiores se interponen entre el deber y el deseo, fuerzas contenidas en el enigma alegórico que representa el personaje de Agustín (Dios y el diablo combatiendo sin descanso en ese campo de batalla que es el corazón del hombre), fuerzas mediadas de alguna manera por ese personaje -bisagra-, catalizador, que encarna Caridad, quien entra como sin querer en la historia, revestido de un secular exotismo lugareño (loco-brujo-borracho-misterioso y por tanto figura pública), y quien parece ser el único en salir indemne de esta truculenta trama.

En este sentido, creo que uno de los mayores aciertos de Enamorarse de Ana está en la construcción de los personajes. Como llevados por una mano segura y aguda, entran y salen de la historia exponiendo sus puntos de vista, sus maneras de ver las cosas, sus miedos, ansias, dudas, revelaciones, y ello va conformando el entramado de situaciones y sucesos que avanza a ritmo frenético hacia un destino inevitable (como todo destino que se respete como tal.).

Una estructura que, como bien sugiere Marcial Gala en la pequeña nota de contracubierta, recuerda mucho al Faulkner (bien asimilado) de Mientras agonizo, y que a mí se me ocurre comparable también con la contextura narrativa de Rashomón, el grandioso filme de Kurosawa. Sobre la novela y Alejandro Cernuda Lo que más estimo, sin embargo, en esta primera novela publicada por Alejandro Cernuda, es su capacidad de escritura. Escribir bien, eso que más o menos todos, de una forma u otra sabemos o intuimos qué es pero que con dificultad podremos explicar, y que, muy personalmente, tanto echo de menos en la narrativa cubana contemporánea.

A juzgar por este texto, Cernuda parece ser de aquellos pocos que tiene algo que decir, y sabe decirlo bien. Difícil conjunción, terrible paradoja, desvelo de todos los que hacemos de la literatura el sentido principal de nuestras vidas. Elíptico, preciso, sugerente, intenso e inteligente son algunos de los atributos con los que me gustaría clasificarlo. Algo que ya había podido descubrir en algunos de sus relatos, aún inéditos, y que ahora confirma en esta breve y deleitosa historia de amor y perversión. Asumo por tanto la absoluta responsabilidad de recomendarles esta novela, con la convicción de que algo quedará palpitando dentro de ustedes una vez terminada la lectura, -ese otra vez- no se qué que queda balbuciendo-, intranquilo, ambiguo, incierto y perturbador, en fin, como toda buena literatura.

Cartas a Tarantino
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