Oscar Wilde visto por James Joyce

Alejandro Cernuda



En otro artículo vimos la opinión de James Joyce y José Martí acerca del pintor Munkacsy. Ambos escribieron también sobre Oscar Wilde; pero en este caso sus comentarios difieren bastante.

El Oscar Wilde visto por Joyce es posterior al famoso escándalo que lo confinó al repudio de sus contemporáneos y lo hizo pasar de ser el mejor escritor pagado de su época a -según la opinión de sus contemporáneos- un pervertido que, luego de cumplir condena, no logró levantarse de nuevo.

Oscar Wilde. dramaturgo británico de la Era Victoriana

Fotografía de Oscar Wilde.

Tampoco el autor de Ulysses pudo predecir que aún hoy la obra de aquel irreverente con bastón de marfil haya logrado trascender. La misma tendencia al esteticismo que tanto criticaron otros autores impidió una firme evaluación de su obra.

He aquí las palabras de Joyce.

Palabras de James Joyce sobre Oscar Wilde

Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde. Estos eran los rimbombantes nombres que con juvenil orgullo puso bajo el título de su primer volumen de poemas, y en este altanero gesto, con el que intentaba alcanzar rango de nobleza, están las semillas de su vanidad y del destino que ya le aguardaba.

Sus nombres son símbolo de su persona. Oscar, sobrino del rey Fingal e hijo único de Ossian en la amorfa Odisea celta, que fue muerto a traición por el hombre que le había invitado mientras estaba sentado a su mesa. O'Flahertie, selvática tribu irlandesa cuya misión era derribar las puertas de las murallas de las ciudades medievales; nombre que producía terror a los hombres de paz, que todavía mencionan entre las plagas, la ira de Dios y el espíritu de fornicación en la antigua letanía de los santos: del salvaje espíritu de los O'Flahertie, libera nos Domine

Al igual que aquel otro Oscar, Wilde hallaría la muerte pública en la flor de la edad, sentado a la mesa, coronado con las falsas hojas de parra y hablando de Platón. Lo mismo que aquella tribu salvaje, rompería las lanzas de sus fluidas paradojas contra el cuerpo de los convencionalismos prácticos y oiría, como exiliado sin honor el coro de los justos mencionar su nombre juntamente con el de los impuros.

Wilde nació en la soñolienta capital irlandesa hace cincuenta y cinco años. Su padre era un destacado científico que ha sido llamado padre de la moderna otología. Su madre, que tomó parte en el movimiento literario revolucionario del 48, colaboró, con el seudónimo Speranza, en el periódico nacionalista, e incitó al público en sus poemas y artículos, a asaltar el Dublín Castle.

En el embarazo de lady Wilde[i], así como en la infancia de su hijo, concurrieron circunstancias que, en opinión de algunos, explican en parte la desdichada manía (si así puede llamarse) que más tarde arrastraría a su hijo Oscar Wilde al desastre. Por lo menos sabemos con certeza que el niño creció en un ambiente de inseguridad y mimo.

La vida pública de Oscar Wilde comenzó en la Universidad de Oxford, donde, el año de su ingreso, un pomposo profesor llamado Ruskin dirigía una multitud de adolescentes sajones hacia la tierra prometida de la futura sociedad, precedidos por una carretilla de mano. El susceptible temperamento de su madre revivió en el joven y este resolvió poner en práctica una teoría estética que era en parte original y en parte derivada de las obras de Pater y Ruskin.

Provocó la hilaridad del público al proclamar y practicar una reforma en el atuendo y en el aspecto de la casa. Realizó varias giras dando conferencias en los Estados Unidos y en las provincias inglesas, y se convirtió en el portavoz de la escuela estética, mientras a su alrededor se formaba la fantástica leyenda del Apóstol de la Belleza. Su nombre evocaba en la mente de quienes lo escuchaban una vaga imagen de delicados pasteles, de vida embellecida con flores.

El culto al girasol, su flor favorita, se difundió entre las clases ociosas, y la gente sencilla sin importancia oyó hablar de su famoso bastón blanco, del marfil adornado con turquesas, y de su peinado a lo Nerón.

La figura principal de este brillante cuadro era mucho más mísera de lo que los burgueses imaginaban. De vez en cuando sus medallas, trofeos de su juventud académica, visitaban la casa de empeños, y a veces la joven esposa del autor de epigramas tenía que pedir prestado a un vecino el dinero para un par de zapatos.

Wilde se vio obligado a aceptar el cargo de director de un ínfimo periódico, y sólo gracias a sus brillantes comedias consiguió iniciar la corta y última fase de su vida, la fase del lujo y la opulencia. Lady Windermerer's Fan (El abanico de Lady Windermerere) tuvo un éxito apoteósico en Londres.

En la tradición de comediógrafos irlandeses que va desde los días de Sheridan y Goldsmith hasta los de Bernard Shaw, Wilde pasó a ser como ellos, un bufón de corte de los ingleses. Se convirtió en el árbitro de la elegancia en la metrópoli, y los ingresos anuales de sus obras alcanzaron casi el medio millón de libras. Repartió sus riquezas entre una serie de amigos indignos.

Oscar Wilde junto a Alfred Douglas

Oscar Wilde junto a Alfred Douglas, amigo y amante de Wilde e hijo del marqués de Queensberry, quien es más conocido -el marqués- por promotor del boxeo moderno que por la cruenta persecución que llevó a cabo contra el amante de su hijo.

Todas las mañanas compraba dos carísimas flores, una para sí mismo y otra para su cochero; y el día en que se inició el sensacional juicio contra él, acudió a la audiencia en un coche de caballos, con cochero brillantemente uniformado y un paje empolvado

Su caída provocó los gozosos aullidos de los puritanos. Al saberse la sentencia, la multitud congregada ante la audiencia se puso a bailar una pavana en la calle embarrada. Se permitió a los periodistas entrar en la cárcel, y a través de la reja de la celda se cebaron en el espectáculo de la vergüenza de Oscar Wilde.

En las carteleras de los teatros, blancas tiras de papel cubrieron su nombre. Sus amigos le abandonaron. Sus manuscritos fueron robados mientras el condenado escribía en presidio lo que para él significaban las angustias de dos años de trabajos forzados. Su madre murió en el olvido. Su esposa murió. El autor fue declarado en estado de quiebra y sus bienes vendidos en pública subasta. Se le privó de la potestad sobre sus hijos.

Cuando salió de presidio, matones al servicio del noble marqués de Queensberry, le esperaban. Fue acosado de casa en casa, como acosan los perros al conejo. Uno tras otro lo echaron de sus puertas, le negaron techo y pan, y al caer la noche Oscar Wilde terminó bajo las ventanas de su hermano, llorando y gimoteando como un niño.

El epílogo tuvo rápido fin, y en realidad no vale la pena relatar los padecimientos del desgraciado escritor, desde los barrios bajos de Nápoles hasta su humilde habitación del Barrio Latino en París, donde murió de meningitis el último mes del último año del siglo XIX (sic 30 de noviembre de 1900) Realmente no vale la pena seguirle como le siguieron los espías franceses.

Murió en el seno de la Iglesia Católica, añadiendo otra faceta a su vida pública al repudiar su temeraria doctrina. Tras haberse reído de los ídolos del mercado público, se hincó de rodillas, entristecido y arrepentido de haber sido el cantor de la divinidad del goce y cerró el libro de la rebelión de su espíritu con un acto devoto.

No es este el lugar adecuado para examinar el extraño problema de la vida de Oscar Wilde, ni de determinar hasta qué punto las leyes hereditarias y la tendencia epiléptica de su sistema nervioso pueden excusarle de cuanto se le ha imputado. Tanto si era inocente como si era culpable de las acusaciones que contra él se formularon, no cabe la menor duda de que cumplió la función de chivo expiatorio.

Su mayor crimen fue el haber provocado un escándalo en Inglaterra, y es sabido que las autoridades inglesas hicieron cuanto estuvo en su mano para convencerle de que huyera antes de que se dictara la orden de su detención. Un funcionario del Ministerio del Interior declaró durante el juicio que, solamente en Londres había más de veinte mil personas bajo vigilancia policial, pero que se les dejaba en plena libertad hasta que provocaban un escándalo.

Las cartas de Wilde a sus amigos fueron leídas en el juicio y su autor fue acusado de ser degenerado, obseso por perversiones exóticas: El tiempo está en guerra contra ti; tiene celos de tus lirios y tus rosas Me gusta verte vagar por  los valles cuajados de violetas, mientras tu cabello de color miel destella

Pero la verdad es que Oscar Wilde, lejos de ser un perverso monstruo inexplicablemente surgido de la civilización de la moderna Inglaterra, es el lógico e inevitable producto del sistema universitario anglosajón, con sus inhibiciones y sus secretos.

Las causas por las que el pueblo de Inglaterra condenó a Oscar Wilde son muchas y muy complejas, pero no fue la simple reacción de una conciencia pura. Cualquiera que analice los grafitis, los licenciosos dibujos antes de calificarlo de limpio de corazón. Cualquiera que preste atención a la vida y al habla de estos hombres, tanto si se trata de soldados de cuartel o de empleados de las grandes casas comerciales, dudará mucho que aquellos que lapidaron a Oscar Wilde estuvieran limpios de culpa.

En realidad, todo el mundo se siente incómodo cuando habla de este tema con otros, temeroso de que quien escucha pueda saber más que él mismo. La defensa que de sí mismo publicó Oscar Wilde en el Scots Observer sigue siendo válida para todo crítico objetivo.

Oscar Wilde escribió El retrato de Dorian Gray (su más famosa obra) que cada cual ve su propio pecado Nadie dice y nadie sabe cuáles fueron los pecados de Dorian Gray. Aquel que los adivina los ha cometido.

Aquí nos encontramos con el verdadero espíritu del arte de Wilde. El pecado. Se engañó a sí mismo hasta llegar a creer que era evangelista de un neopaganismo ante un pueblo esclavizado. Puso sus cualidades características, que quizá sean las cualidades propias de su rara agudeza, generosidad e inteligencia asexuada- al servicio de una teoría de la belleza que, a su juicio, debía devolvernos a la edad de oro y la alegría de la juventud del mundo. Pero si alguna verdad hay en sus subjetivas interpretaciones de Aristóteles, en su inquieto pensamiento que procede antes por sofismas que, por silogismos, en sus asimilaciones de naturaleza tan extrañas a la suya como lo es la del delincuente con respecto al humilde, esta verdad es, esencialmente, la verdad inherente al alma del catolicismo; que el hombre sólo puede llegar al corazón de lo divino a través de esa conciencia de pérdida y lejanía que llamamos pecado.

En su última obra, De Profundis, se arrodilla ante un Cristo agnóstico, resucitado de las páginas apócrifas de The House of Pomegranates, y entonces su verdadera alma, trémula, tímida y entristecida, relumbra a través del manto de Heliogábalo. Su fantástica leyenda, su ópera polifónica variación sobre las relaciones del arte y la naturaleza, pero, al mismo tiempo, revelación de la psique del autor- sus brillantes libros destellantes de epigramas (que en opinión de muchos le dieron la categoría del más penetrante orador del pasado siglo) todo eso es ahora un botín repartido

En el triste cementerio de Bagneux[ii], sobre la lápida de su tumba se lee un versículo del Libro de Job. Elogia su facilidad, Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos el gran manto legendario que ahora es botín repartido. Quizá el futuro grabe otros versos menos altivos, pero más piadosos: Se repartieron entre sí mi ropa, y echaron a suertes mi túnica (Salmos 21:19)


El texto ha sido tabulado de forma deliberada. No sigue el torrente incansable de James Joyce.


[i] Es conocido el hecho de que Lady Wilde se sintió muy defraudada con el nacimiento de Oscar, pues quería una niña.

[ii] Los restos de Oscar Wilde fueron trasladados posteriormente al cementerio de Pére Lachaise, donde conserva el mismo epitafio.

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