Vida de perro

Alejandro Cernuda


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Faltan unos minutos para las cinco de la tarde. Estoy sentado en el contén de la acera que rodea a los almacenes de la empresa. Miro mis zapatos. A mi derecha escucho a quienes conversan cerca de La Esperanza Verde. Ha llovido y mis zapatos necesitan una limpieza, alzo la vista un frente a mí descubro una mangosta, inmóvil. Está a un metro de mis pies y me observa inexpresiva. Tiene la cara astuta, su nariz ventea con un ritmo acelerado, es su único movimiento. Yo me asusto, pero hay empatía entre su inmovilidad y la mía –cuántas veces escuchamos eso de mantener la calma ante las fieras-. No tengo la menor idea de qué se debe hacer o si este animal es en realidad peligroso, pero tampoco quiero que se vaya. Alguien más la ve e inicia la persecución. La rodean, la amenazan con palos. La mangosta da pequeños saltos, pero parece enferma. Muere al primer trancazo.

Alguien la alza con un palo y se le ocurre perseguir a la chica del almacén. Ella se refugia en La Esperanza Verde. Yo también subo al Moskvitch, Macho arranca y nos vamos. Es un despegue exitoso pero los demás trabajadores se burlan de nosotros, siempre lo hacen, La Esperanza Verde tiene fallas de carburación. Al punto que a veces pienso que Macho carga conmigo por si hay que empujar.

Por el camino la chica se antoja de comprar cualquier cosa y Macho rezonga, está por cumplir los sesenta, es pequeño, flaco, tan jovial como suelen ser los obreros del campo. Llegamos por fin a Cienfuegos. El esposo de la chica del almacén nos regala un perro. Es un bóxer enorme y manso. Tal vez demasiado viejo. Se lo ha encontrado en el patio de la casa y en todo el día no apareció el dueño. Pero no le gustan los perros y Macho y yo no tenemos donde tenerlo. Regálenselo a otro, nos dice el hombre. Un perro así debe valer algún dinero, calcula Macho y sin más lo subimos al asiento trasero. El bóxer se acomoda a la perfección, asoma su cabeza, baba y lengua entre nosotros, como si estuviera acostumbrado a viajar en auto.

Compramos una botella de ron. Macho divide el contenido entre dos canecas pequeñas, para evitar a la gente que viene por un trago y se queda hasta el final. Quien tiene un auto es siempre joven en Cuba, y quien tiene dinero es bien parecido, me receta. Pero yo no tengo nada de eso y él sólo la mitad. Hubo un tiempo en que tuvimos ambas cosas a cambio de un tercero en el auto. Lo recogíamos al regreso de Cienfuegos, el tipo ganaba miles a la semana y nunca faltó el buen ron y lo demás, pero este hombre sin pensar en el dolor que nos causaba su abandono se fue a pasar un tiempo en la cárcel a causa de su dinero e, insensible, no volvió en siete años.

Macho tiene una amante en un barrio de Palmira y la esperanza verde, como el caballo que apura el regreso a casa, se adentra en los vericuetos del pueblo. Adiós, amigo, saluda Macho a cada rato, pues a medida que vamos entrando en este submundo de callejones bacheados más personas lo conocen. Hay fiesta, por demás, y la gente sale de sus casas hacia el parque. Ese sí es mi amigo, dice sin mirarme. No tú, que andas todo el día conmigo, pero lo haces por problemas de trabajo.

Cuando llegamos al final de uno de los callejones… decepción, la negra de Macho no está y sin ser muy intuitivo ni especular demasiado, mi socio aprueba la teoría de que se le ha fugado a la fiesta. Así comienza la cacería, pero hoy tenemos ventaja –digo yo-, pues con nosotros anda un perro. Aparcamos en una calle lateral al parque y estuvimos más de media hora dentro del auto. Entre las personas que vimos pasar no estaba la novia de mi amigo y entonces decidimos salir a caminar. Un rato, me aclara él, para evitarse problemas con su esposa.

Dejamos el perro dentro de la esperanza verde y luego de una vuelta nos sentamos en una de las mesas situadas en los portales que rodean el parque. Hubo un apagón, pero la fiesta siguió, nos bebimos un par de cervezas, yo encendía de vez en cuando mi Zippo de gasolina y la colocaba a manera de candelabro entre nosotros. A las once de la noche decidimos regresar.

Ya en el auto comprendimos que el perro se las había arreglado para desmantelar hasta los muelles ambos asientos. Macho es un tipo jovial, aun con los animales, pero hay que tener en cuenta la botella de ron y las dos cervezas que habíamos consumido desde que llegamos a Palmira. Más de diez veces se detuvo en el regreso para asesinar al perro. Yo lo impedí a duras penas. Macho saltaba de La Esperanza Verde y de un tirón sacaba el machete escondido debajo de su asiento y luego, pensativo, hacía una pausa para consultarme si debía hacerlo o no. Mi teoría fue que si lográbamos vender el animal podíamos arreglar los asientos. Mi socio, escéptico volvía a conducir hasta que la sangre de nuevo se subía a sus ojos.

Cuando llegamos a la Empresa, até al perro tras los almacenes. Macho me dijo: A lo mejor vuelvo y lo mato, y yo hablé con el custodio para que me avisara en el momento que lo viera regresar. Vete a dormir con tu mujer, le dije mientras lo acompañaba a la puerta.

A las dos de la madrugada me despierta el custodio. Macho vuelve, agresivo, grita mi nombre, trae un trozo de madera en la mano. Salto de la cama, me interpongo: No vas a matar al perro, le grito, trato de intimidarlo. Él me mira confundido: El perro, murmura. Tiene la cara y la ropa camuflada de hollín. ¿Qué perro?, me pregunta. Entonces soy yo quien no entiende. Vine a dormir contigo, me dice.

El custodio se encoje de hombros. Borrachos, murmura. Macho se quita la camiseta, la rasga para separarla del cuerpo, se limpia el hollín con ella. Qué perro ni ocho cuartos, dice, mi mujer ha intentado pegarme candela, asesinarme, porque dice que tengo una amante en Palmira. Mierda de chisme, dice y se tira en mi colchón sin dejarme lugar.

Una semana después vendimos el perro a buen precio -en realidad lo cambiamos por un saco de harina que luego vendimos a los pizzeros- y logramos arreglar los asientos de La Esperanza Verde. Macho volvió al otro día a dormir con su mujer como si nada. Son cuarenta años de matrimonio, dice, yo me cago en lo que dicen que cuando una mujer lo piensa una vez, eso de matarte… Ella me ha aguantado todo este tiempo, que me mate si le da la gana…

El perro fue a parar a una finca cercana al central Espartaco. Su dueño, un negociante ilegal de ron descubrió que el bóxer tenía cierta inclinación alcohólica. Fue, como el burro de Mayabe, que hace de atracción para los turistas porque bebe cerveza. Al perro se le servía ron en una vasija de barro y a baba y lengua lo vaciaba. Dueño y perro entonces se dieron a la bebida. Esto, por otra parte, acabó con la mansedumbre del can, se convirtió en un depredador del ganado menor. Llegó a matar 8 carneros y varias gallinas. Fue sacrificado -sin que conste ceremonia alguna- un jueves santo del año 2007.

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