Atilio Caballero. La máquina de Bukowski

Alejandro Cernuda

Preso de la enfermedad del cambio de conciencia, parece como si el paisaje se moviera frente a la mirada de los personajes. La novela nace en las montañas que crecen alrededor del pueblo de El Mamey en el Escambray cienfueguero, y es entonces, tanto la novela como sus personajes, como un niño admirado y torpe que cree en la hermandad y la eficacia de los hongos, mientras Atilio Caballero rompe nuestra visión mítica en el camino de crear la suya… Dónde están las frutas, se pregunta el narrador, y confiesa que, si el rumor es cierto, para evitar el chichicate y el guao es necesario aguantar la respiración, entonces andar en aquellos montes es como bucear entre los árboles. 

Tres jóvenes habaneros, jóvenes de ciudad, se encuentran en aquellas montañas con la máquina de Bukowski: una Remington de los años cincuenta, en una cabaña apartada de otra prueba de civilización, llena de botellas y penumbras, custodiada por una vieja –no es una anciana, es una vieja casi bruja-. Con esto se dispara un paritorio constante de situaciones, escenarios y personajes. Los jóvenes luego de robar la máquina de escribir se ven obligados a venderla, y lo hacen bajo la supervisión de un personaje importante en la obra. El hombre del caballo, único dispuesto a salvarse de los antojos de la locura producida por el preciado objeto. Y lo hace con una omnisciencia superior incluso a la del narrador. El hombre del caballo sabe las cosas que no sabrán los otros personajes, el narrador o los lectores. Tal vez él y Bukowski saben.  

De regreso a la capital de Cuba otro de los fenómenos típicos de la condición humana se hace cargo de liar la historia: el rumor, ese enemigo íntimo atraviesa las fronteras del país y nos trae a Flaubert, un cazador de recompensas norteamericano, y aparece también un personaje también fundamental. Un miembro de la congregación que nunca debe saber y sin embargo lo sabe todo. Un sabueso de la Seguridad del Estado: Cook, entre travestido y disfrazado se convierte en el punto irónico de la novela.  

Atilio Caballero trata de salvarse de las situaciones hilarantes, a cambio de esto la novela se fragmenta en momentos de una suave ironía. Porque él, como todo buen escritor cubano, sabe evitar la comicidad que rodea con avidez nuestra manía de reírnos de nosotros mismos; los personajes estereotipados en un mundo lleno de jineteras, policías, frikis, campesinos, travestis, comunistas retrógrados, buhoneros, pillos, etc… todos arquetipos, modelos inconclusos de una realidad que en el camino de sistematizarse se ha disminuido a la condición de feria; y por último sabe y huye despavorido del exceso de protagonismo de la circunstancia. 

Ante el desborde de la situación que se le va de las manos, los jóvenes deciden mudarse a una cisterna. Ya se les ha sumado un personaje imprescindible: Susana, porque de qué vale la novela sin esa inocencia, sin la pureza –contra la que ella misma lucha- de la chica con aureolas de diferente color. Una característica que de seguro la habría llevado a la hoguera por bruja en el Medioevo, y que por la misma razón ella adora en sí misma. Esa cisterna por momentos me parece que alcanza una dimensión moderna de aquella otra casa-refugio donde Victor Huhges descubrió a tres jóvenes un par de siglos atrás. Para ser más exactos, en El Siglo de las Luces. Y esta es una de las características de la novela. Hay una extraña mezcla en ellas de algo parecido a las influencias, pero que no lo son. Son más bien escenarios y discursos concurrentes.  

La concurrencia con todas aquellas obras que hablan de la búsqueda de un objeto mágico. Las obras de los posesos; de los viajes en el tiempo primitivo que está a la vuelta de la esquina; las obras –por desgracia poco certeras casi siempre- que tratan de escapar en Cuba del monopolio de la tumbadora, el ron y la mulata; la concurrencia con una generación beat asesinada en los creadores pero no en el público; la concurrencia con Lezama en la distancia desde la que el narrador mira a los personajes. 

La máquina de Bukowski

Atilio Caballero. La máquina de Bukowski

Tan pronto como el escenario cambia de nuevo a la montaña y todos los personajes se lanzan a la captura de la máquina de Bukowski, la narración vuelve a esa inocencia del principio, o tal vez a la contracción de los personajes ante la majestuosidad del paisaje. La escenografía produce pequeños cambios en el comportamiento, tal vez excepto en Cook, el policía, tan metido en otros personajes que se vuelve escurridizo. Es allá, en el pequeño pueblo de El Mamey, un vendedor de maní. 

La máquina de escribir sigue otros caminos y va a La Habana –en la bolsa de Tiberio y Gumersindo-, y los personajes la siguen. Están posesos por el objeto que no todos han visto, y por supuesto, qué mejor escenario para el desenlace que una fiesta en La Habana. La bebida y la marihuana fluyen, el rock, los hilos de un mundo que conectan mediante la literatura un mundo real que no se ve o no se quiere ver; mientras el hombre del caballo, como un dios devuelve las razones a su lugar y la picadura de la tarántula sigue produciendo esa suave melancolía. 

Para un estudio de la histeria femenina
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