Los embaucadores del arte es la segunda entrega de Las disciplinas olvidadas
Fue lo que pensé cuando leí una de las entrevistas que hicieron a Miquel Barceló hace bastante tiempo con motivo de una de sus innumerables exposiciones. Hablaba de los críticos de arte y lanzó la siguiente frase, quizás exenta de manipulación interesada por el diario: Me gustaría tener un crítico como Baudelaire. Y a mí, pensé.
Entonces no me fue nada difícil imaginarme a todos mis amigos poetas y pintores, decir lo mismo: Y a mí, y a mí. Aquella frase no se encontraba en cabecera de la entrevista -recuerdo- sino que se presentó como una más en la publicación y sin embargo, la percibí con la misma estridencia que la voz penetrante del caprichoso comensal gordo en la novela Modelo para armar, 62 de Cortázar cuando pedía a gritos un castillo sangrante a los atónitos camareros del bistró donde cenaba. A saber a qué se refería con su dichoso château saignant.
Sí, me impactó esa frase y no voy a detenerme a juzgar si el gran artista mallorquín tiene razón, pero sí admito que ha tocado la fibra sensible del deseo oculto que tiene todo artista ante lo que espera de su obra en su relación con el público. A todos nos gustaría un Baudelaire, quizás el más importante embaucador de artistas cuyos artículos se hayan publicado hasta ahora. No es justa esa palabra que pongo: embaucador; de ahí las comillas. Un embaucador es casi siempre un embustero y Baudelaire no lo era, era un poeta, era un alma tan sensible que era capaz de embellecer lo que nadie se atrevía a contemplar desinteresadamente en su tiempo. Por eso le consideraban maldito.
Recomendamos la lectura de la crítica a la obra de Manet El almuerzo sobre la hierba, hecha por Théodore Duret.
En sus Salones, conjunto de artículos periodísticos dedicados a las obras de los artistas de su lugar y tiempo, no hay nada que tenga que ver con la labor de los críticos actuales, quienes son más bien orientadores para el gran público que desconozca la obra de los artistas. Nunca cuestiona, todo son halagos y regocijos sobre las ventajas del artista escogido ante sus compañeros de viaje.
Es la labor de un caminante por las obras que se encuentra, como si se asombrara ante las sorpresas de la naturaleza: una rama caída con cierta forma caprichosa, unos abedules entrelazados, el batir de alas de alguna libélula recién capturada. No importan las pautas ni las generalizaciones.
Sí, Baudelaire y sus Salones que recomiendo, no para leerlo desde la primera página hasta la última como si de una novela se tratara, sino como yo mismo releería sus Flores del mal, de forma anárquica y poliédrica. La edición traducida al castellano que aconsejo se encuentra en la colección La Balsa de Medusa en su número 83 y se titula Salones y otros escritos sobre arte.
Porque la gran mayoría de los autores que alaba el poeta son desconocidos para el gran público; porque no hay nada tan emocionante como el alma sensible de un ser humano que se asombre ante los esfuerzos ajenos; porque aquella época fue singularmente propicia para la aparición de un hombre así: un maldito profundamente enamorado de todas las bendiciones posibles. Estas fueron las principales impresiones que tuve al empezar a leer sus crónicas.
Sin embargo, en el libro vemos algo así como un reflejo de la magnitud de los artistas de su época nunca a través de comparaciones ni de censuras sino a través del espacio escrito dedicado a ellos. El capítulo dedicado a Delacroix consta de 15 páginas y en él aparece un pormenorizado estudio de su obra y su relación con los grandes literatos del pasado. Otros tantos desconocidos apenas gozan de algunas exiguas líneas. Pero todo son alabanzas, halagos.
Confieso que he conocido y espero conocer personas que casi sin querer sacan lo mejor de sí mismos de los demás. Raras avis, sí, lamentablemente, pero sé que existen.
El 25 de junio de 1857 el cuaderno de poemas Las flores del mal fue publicado por Auguste Poulet-Malassis y Eugène de Broise. En esta imagen se ve el trabajo meticuloso de Charles Baudelaire con todos los detalles de su obra.
En este mundo actual en el que parece que todo arte vale, ¿no merece la pena que surja alguien así en la crítica de arte? ¿Alguien que nunca niegue a todo artista su correspondiente parte de Baudelaire? ¿Alguien de voz autorizada que entre en los poros de nuestra piel y nos toque nuestra fibra más sensible en nuestra vanidad con respecto a nosotros mismos?
¿O es que después de haber vivido un siglo de utopías como lo fue el XIX, con sus consiguientes avances y fracasos, estamos adentrándonos en una nueva época de sueños imposibles?
No puedo contestaros a esto.
Lo que cierto es que cada vez que escribo un poema o pinto un cuadro, busco al Baudelaire que llevo dentro y me abstraigo de todo para escucharle. Si sus halagos son plenos -ruego se me perdone la petulancia del acto- entonces la obra va al saco -futuro libro o futura exposición-; si sólo hay comentarios positivos aislados en parte, entonces hay que seguirlo mientras la esperanza dure; y si no se encuentra resto alguno de su voz pausada, mejor tirar lo que estés haciendo al fuego.
Abortar, hay que saber abortar de vez en cuando y nunca a destiempo, decía con truculencia mi profesora de Pintura en la academia, María Luisa.
Acaso, ¿habrá leído ella también al Baudelaire crítico de arte?
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