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Dos preguntas me persiguen cada vez que se habla de Enamorarse de Ana: ¿Quién es Eliott Kleinn? ¿Quién es Ana? Ambas dudas tienen raíces distintas y se puede medir el compromiso literario del curioso en caso de optar por una u otra. Quienes preguntan por Kleinn sospechan haber llegado a un punto importante de la novela. Me ponen en un aprieto. Debo evocar entonces antecedentes literarios y referir pistas dentro del texto. Kleinn no es Eliott Kleinn, es lo único seguro, termino diciendo. Es un apuntador al vacío. Algo abstracto y por tanto difícil de explicar.
En la mayoría de los casos, quienes preguntan por Ana cargan una presunción amarillista. ¿Te has acostado con ella?, me preguntó alguien luego de una presentación de la novela en Manicaragua, Santa Clara. Me habría gustado decir que sí, pero no lo hice… ninguna de las dos cosas.
En una conferencia, en Leiden, una estudiante se puso de pie con una urgencia sospechosa y me preguntó si Ana era mi esposa. Esto es más romántico que lo anterior y a la vez más pueril. Reconozco que sería magnífico si la categoría de mujer de mi vida la agenciara yo y no la opinión de los demás, mejor aún si dicha mujer, al menos en su carácter psicológico es de mi propia invención.
Me obligo entonces a explicar quién es Ana, así, cuando me pregunten remitiré a esta página. Ahorro mi voz y gano lectores.
Estábamos mi primo y yo en el balcón de la biblioteca provincial de Cienfuegos. Yo de usuario y él en la semana de uno de sus mil oficios –algún día tendré que contar su historia-. Ana, la primera y una de las pocas veces que la vi, cruzó el Prado por la calle Santa Cruz en dirección a la terminal de ómnibus de Cienfuegos.
Sumado a cualquier descripción física, mi primo y yo teníamos la mala costumbre de enamorarnos de cualquiera. Es Ana, me dijo él, quien ya la conocía. Comenzamos una fabulación de los métodos a seguir para organizar su secuestro allí, en la calle más importante de la ciudad. La idea, juego de la mente al fin, fue pasando de lo empírico hasta lo fantástico. Exigía de nosotros capacidades no asignadas a los humanos. Llegamos a la determinación que reportaría utilidad ser algún engendro asqueroso y de elásticas posibilidades.
Así surgió la idea de un güije secuestrador de mujeres, y aunque el de la novela sólo sabe comportarse con ingenuidad, en aquel balcón de la biblioteca quedaron prefijados los dos primero personajes de lo que sería Enamorarse de Ana. Claro que aún no se me ocurría escribir la historia, pero no faltaba mucho pues, como dice Marco Aurelio en sus Meditaciones, El hombre debe ser como la llama fuerte, que se alimenta de todo lo que cae en ella. Si no íbamos a acostarnos con Ana, algún provecho iba a tener.
Claro que no se puede hacer esto con cualquier pequeña decepción. Ana, en aquel año de 2006, representaba en mí la imagen de otras decepciones que ya no voy a contar.
Antes del fin de semana volví a la biblioteca y cuál no sería mi sorpresa al cruzarme con ella a la salida del salón abandonado donde mi primo desempolvaba todo el capital circulante de la magna institución. ¿Te la cogiste, aquí, entre los clásicos? le pregunté al héroe, portador de mi misma sangre. Todavía, me dijo con una sonrisa de perdonavidas y entonces supe que decía nunca.
Ella había salido con un paso antinatural, pese a que también sonreía. Con su gorra bolchevique y esa falsa seguridad que deviene en apuro. Además, Ana era una mujer casada. Eso me dijo mi primo para exhortarme al sigilo y mostrar el arrojo de una aventura demasiado común.
No la volví a ver en casi un año –tampoco mi primo-. En el 2008 la novela ganó el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara. Unos días después de la ceremonia de premiación, me la encontré en la misma calle Santa Cruz. Ana iba con un niño.
Aunque no en lo físico, en lo psicológico del personaje de esta obra de Itzvan Orosz relativa al cuervo de Poe, suelo imaginar en ocasiones a Eliott Kleinn.
Unos meses más tarde volví a verla a la salida de su trabajo, pero ya había perdido todo interés en ella. En cada encuentro, sin embargo, se iba develando su vida, como si la casualidad quisiera sustituir mi timidez y me facilitara esta explicación al único provecho que obtuve, pues genera esfuerzos y es muy triste escribir sin musa.
Es poco probable que mi Ana, ingenua, bucólica, se parezca en muchos aspectos a esta mujer, con quien nunca conversé. De ella el nombre y el físico, pero es irrelevante, pues no se habla de eso en la novela, ni por mucho que describa voy a lograr que el lector no se construya su Ana personal.
Nada de esto es necesario saber antes o después de leer la novela. Pero, como ella, el texto se alejó de mí y me asustó el atrevimiento y la impudicia. Jamás había publicado antes. En Santa Clara, tres años después, le hicieron una reimpresión y tuve que hablar un poco de un texto que, salvo fragmentos aislados y en condiciones de lesa conciencia, nunca he leído en su versión impresa.
Dije allí lo mucho que agradezco a la novela, como a una vieja amiga, hacerme recordar, ganar dos premios y ponerse otras tantas en librería; le agradezco la oportunidad que he tenido de excusarme en ella para conocer personas y lugares. Le agradezco, al fin, desde el punto de vista práctico, el poco de dinero que me dio la determinación, tal vez hoy aún errada, de vivir de lo que escribo…
Ana, ya no sé dónde está ni llegué a saber dónde su casa o qué villanías pretendió con mi primo de los mil oficios. Como de Eliott Kleinn, puedo decir: Sólo sé que Ana no es Ana… No diré nada de las veces que inventé historias para hacerla soñar despierta y le mentí por vanidad, porque yo nunca estuve en París…
Así termina el texto. La señorita que todas las tardes cruzaba la calle Santa Cruz y se salvó de mi primo y de mí, como la Ana de verdad -que para mí es la de mentira-, tampoco perdonaría esta última falacia. La novela, mala o buena, al fin, me trajo la alegría de alguien que quiso leer entre líneas esta última oración y tuvo luego el dinero para decirme: Pues vamos a París.
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