Chocó contra un camión, Sebald, en Norfolk, Inglaterra, y la literatura alemana de principios de este siglo perdió a su mejor exponente. Así pensaron muchos, en un hecho comparado con la muerte de Albert Camus en la plenitud de su vida o la insuficiencia hepática que dos años después se llevó a Roberto Bolaño cuando parecía todo preparado para una carrera imparable.
Al menos eso decían en los tres casos sus obras finales. Roberto Bolaño dejó listo antes de sus diez días de coma hepático el testamento donde dejaba como herencia a sus hijos, fragmentada en cinco partes, la novela 2666. Camus el premio Nobel de literatura más joven- dejó inconclusa al morir la novela El primer hombre, publicada por fin en 1994 y Winfried Georg Maximilian Sebald no sé si hubo otro trabajo después- publicó en 1999, dos años antes del accidente, su ensayo Sobre la historia natural de la destrucción.
Sebald, en este ensayo solo nos remitiremos a la parte llamada Guerra aérea y literatura-, supone la escasez del tratamiento artístico de la destrucción de las ciudades alemanas por los bombardeos ingleses y norteamericanos. Bajo esta hipótesis desarrolla uno de los más interesantes textos sobre la aún oscura historia de la posguerra en Alemania.
Quienes hayan seguido la carrera de este escritor alemán radicado en Inglaterra país protagonista de la mayoría de los bombardeos a la población civil alemana- y por otra parte, advirtieron el vacío, no solo en la literatura, sino que en otras manifestaciones artísticas, de un tratamiento del conflicto humano alemán, deben coincidir que el tema y escritor estaban hechos el uno para el otro.
Las novelas de Sebald padecen de una sobriedad desconcertante y un toque documental imposible de pasar por alto. Uno comienza a leerlas y se da cuenta de estar en presencia de un giro extraño en la literatura. La ficción en el borde de un precipicio. Hay un absurdo en el tratamiento sobrio, en la exacta consecución de asuntos sin mucha importancia, y por encima de todo un sistema compacto de escritura, el discurso fluye, se podría decir, a la misma velocidad que lo hace la historia que cuenta.
La ironía es tan fina y está de tal modo implícita y solo implícita- que la apreciamos luego de necesitarla. En ningún momento Sebald sube el tono. El viaje, la descripción del paisaje desde la memoria o la simpleza, pero no desde el punto de vista sensorial. Los personajes bajo estrictas reglas de verosimilitud.
Muchas veces me pregunté cuál sería su estrategia al enfrentarse a una realidad llena de anécdotas imposibles de soslayar. Por eso, cuando comencé a leer el ensayo en cuestión supe que Sebald no solo tuvo ante sí el reto de manejar la información necesaria para sostener su hipótesis, sino que a la vez se enfrentaba a un problema formal en el momento de contar a su manera estas impresiones de la guerra, llenas, imaginé, de congojas, pasiones, cuerpos quemados, ratas y odio.
En manos de otro escritor el ensayo corría la suerte de negarse a sí mismo, pues el tema en cuestión era la falta documental de los detalles anecdóticos, la ausencia de una protesta artística contra la debacle y una explicación del hecho desde el punto de vista psicológico espiritual. En los años de la posguerra hay una primera curiosidad que poco a poco se va despejando para quienes se enteran de un grupo de casualidades geográficas e históricas, si es que esta categoría por fin existe. Esta primera curiosidad tiene relación con el desarrollo alcanzado y superior a muchos de sus contendientes, por las potencias perdedoras de la guerra.
Es el caso de Alemania y Japón, por desgracia Italia quedó como un contraejemplo. Pese a las prohibiciones estrictas de las que estuvo plagada la política europea y el Plan Marshal, en el caso de Alemania, el desarrollo de estos países sobrevive como una curiosidad histórica para los no iniciados. Independiente del impulso recibido por Japón gracias a los beneficios obtenidos por la guerra en Corea y otras prebendas relacionadas con la presencia yanqui en Asia, y Alemania, gracias al Plan Marshal y el desmontaje de su vieja industria o el inteligente manejo de la mano de obra barata, no hay dudas que recibieron ambos el apoyo de una cultura preparada para situaciones extremas.
Japón en esto parece más claro aunque su salto haya sido uno de los más espectaculares-, pero si revisamos el comportamiento alemán luego de la debacle, comprenderemos hasta qué punto el espíritu de inculpabilidad les hizo asumir la destrucción como algo que estaban dispuestos a olvidar en el menor tiempo posible. No sé hasta qué punto ese espíritu influyó en su posterior desarrollo.
Los alemanes borraron de un tirón el pasado y se concentraron en el futuro, como dice Sebald, presos del ímpetu por construir un país superior al que tenían antes, cosa que lograron hacer. Sin dudas una de las causas, sino la principal, de este silencio fue el problema que embargaba el tratamiento de la realidad alemana en momentos que cualquier referencia a ellos estaba marcada por una correspondencia entre Alemania y el nazismo.
La mayoría de los comentarios iban a terminar con la frase: <> o cuando menos con la satanización y o persecución en el extranjero de quienes se atrevieran a darle un toque humano a esa realidad. El fenómeno es obvio y ha ocurrido otras veces. Sebald no se detiene en una explicación tan simple y continúa por el camino de la crítica a quienes trataron el problema.
Enumera alguno de los extravagantes métodos tramados para la destrucción de Alemania, como fueron el lanzamiento de estacas de acero para evitar la recolección de las cosechas o la construcción de un portaaviones imposible de hundir, hecho con hielo endurecido, etc. En enero de 1943 los aliados decidieron minar, mediante bombardeos, la moral del pueblo alemán hasta que su capacidad de resistencia quedara totalmente debilitada.
El país quedó en ruinas. Ciudades como Berlín, Dresde o Colonia se convirtieron en promontorios de escombros y moscas verdes. Tal vez el vuelo más alto del ensayo lo alcance en el momento de describir las consecuencias del bombardeo de Hamburgo. Primero lanzaron bombas explosivas para romper puertas y ventanas y luego bombas incendiarias. Hamburgo, una ciudad de 2 millones de habitantes y uno de los puertos más importantes de Alemania se incendió y las lenguas de fuego se podían ver a cientos de kilómetros.
Los cristales se fundieron, el aire se aceleró por el calor hasta alcanzar velocidades de huracán, hombres y árboles, convertidos en antorchas volaron por encima de los escombros, se dice que hasta el agua ardió. Al otro día la luz no pasó de un tenue color plomizo a causa de las cenizas que se habían elevado a más de ocho mil metros de altura. Toda esta descripción del fenómeno, sin embargo, no se compara con los detalles individuales y humanos de las consecuencias de la catástrofe. Para comprender la respuesta del ser humano no sirven de mucho las estadísticas de la cantidad de muertos o los metros cúbicos de escombros que tocaban a cada uno de los sobrevivientes.
El detalle de una maleta llena de juguetes y el cuerpo carbonizado de un niño que se le encontró a una mujer enloquecida o ese otro niño que espantaba las ratas de los escombros donde había quedado enterrado su hermano, hablan mucho más que los números, hay anécdotas como esta en la escasa literatura y Sebald no se queja del número, sino de la falta de un reflejo artístico de la conciencia colectiva de los alemanes que vivieron la debacle.
En uno de los barrios intactos por el bombardeo las familias se sentaban en el balcón a beber café y escuchar música como si nada hubiera ocurrido. Esta falta de sensibilidad hacia el mal de los vecinos se espera de una colonia de insectos, pero no del ser humano. Es absurdo y escandaloso, dice Sebald. Su descripción anecdótica, como esperaba, se hace desde la mayor sobriedad. No pierde el tiempo en detalles de un sentimentalismo implícito ni pretende convertir el ensayo en un catálogo del desastre.
Responde al fenómeno con una experiencia narrativa de una ductilidad inesperada. Es perfecto el contrapunteo entre la experiencia y la explicación en apariencias científica pero plagada de su visión literaria. El juego que hace el escritor con la correspondencia recibida luego de publicadas las conferencias de Zúrich, génesis del libro, le dan un toque en dos tiempos a su reflexión, un carácter dinámico que traspasa al papel y embute en el mismo texto las opiniones de los demás. Sebald responde en los mismos términos a la polémica, donde se puede reconocer aún vivo en algunos el espíritu del rencor velado.
Si bien el autor evade su propia experiencia infantil nació en 1944-, como dice no haber hecho en Zúrich y escribió en otros textos, las últimas páginas de Guerra aérea y literatura están escritas en un tono más personal y gregario, y por tanto más cercano a sus novelas. Al llegar a este punto el lector comprende que Sebald ha llevado su argumentación hacia una plataforma expresiva donde se siente más cómodo. Termina la denuncia, la defensa de su hipótesis y comienza la breve tarea de contribuir a un futuro entendimiento del espíritu alemán en los años de posguerra. Así el propio ensayo se convierte en el inicio de su negación.
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