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En mi Cuba, a las siete y media de la tarde se pone en pantalla un capítulo de las aventuras de turno. Es el programa estrella para los niños. Yo también lo fui, en la época que la televisión competía con la pelota de monte. Puedo, como muchos de mi generación, hacer la lista cronológica de los episodios y estuve bajo el influjo de lo que se ha convertido, tal vez, en la más extraña de las nostalgias cubanas: la nostalgia de los dibujos animados soviéticos.
Hubo una época en que media hora antes toda la familia se reunía frente al televisor aún en blanco y negro para la mayoría. Eran los tiempos de la serie El Hombre y la Tierra. Quienes hayan crecido al tiempo que yo, tanto en España como en Cuba y algún que otro país hispanoamericano, sin dudas recordarán a Félix Rodríguez de la Fuente.
Félix Rodríguez de la Fuente. Escena tomada de El hombre y la Tierra.
Su complicidad fue tal con mi generación que he recordado su nombre sin más referencia que el anuncio de su muerte en el último capítulo de la serie. Pasa así con la música que rompía tras el sol rojo al principio de cada capítulo, justo en el momento que la pantalla del televisor se dividía en varios cuadros, uno de ellos con esa escena detenida en el siniestro instante en que la anaconda abría la boca para morderle la cara, muchas veces me pregunté y aún puedo hacerlo, cuál sería el desenlace de esa aventura.
Por si fuera poco, tengo un primo que de tanto caerse borracho terminó con el apodo de El Hombre y la Tierra.
Ya en los años ochenta la explosión del género documental creó una buena competencia, tal vez la más válida a nuestra obsesión latina por las series dramatizadas. Así, ese cajón mágico en el salón se hizo funcional en uno de sus principales objetivos: la transmisión del conocimiento. El Hombre y la Tierra no era, sin embargo, una serie documental cualquiera. Félix Rodríguez de la Fuente se las arregló para aportarle un carisma a su voz, una pasión que cargaba con la de los espectadores.
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En este enlace se pueden ver todos los capítulos de El Hombre y la tierra.
Era un maestro de la catarsis y no sólo eso, se hizo el amigo, el puente entre la comprensión de la inteligencia animal y la torpeza humana.
Félix Rodríguez de la Fuente, estomatólogo de profesión y conocido después como Félix el Lobo, entró a los medios de comunicación gracias a dos elementos fundamentales de su formación autodidacta: sus conocimientos sobre la cetrería y su limpia prosodia. Si es cierto que, como decía Koch, la suerte toca a quienes están preparados para usarla, a Félix le llegó la de sentarse por tres minutos en una simple entrevista sobre halcones, en la Televisión española, y no volvió a salir de ella hasta el día de su muerte.
No fueron los lobos, esa otra pasión por la que fue más conocido -vivió entre ellos-, sino los halcones quienes le permitieron darse a conocer. Y ese otro asunto de la verba. Quienes revisen con minuciosidad su discurso, encontrarán un extenso uso de palabras poco conocidas, y menos en el habla latinoamericana; sin embargo, esto no impidió nunca la completa comprensión por todos aquellos que disfrutaban los episodios de El Hombre y la Tierra.
Recuerdo aquel capítulo final. La primera sorpresa: encontrarnos con que la voz en off no era la del Félix. Fue como si asistiéramos a otro programa. Y al final del capítulo, esa música de Antón García Abril, a lo Bernstein, que a veces se siente como una pena al pensar que fue hecha para una serie de televisión y luego no, uno agradece. esa música que acostumbrábamos a recordar mezclada con curiosas escenas de animales, ahora mostrando momentos de la vida de Félix y un discurso mortuorio, un réquiem, de esa misma voz desconocida, desautorizada en nuestra conciencia.
El capítulo en cuestión trataba de la segunda parte de la carrera de trineos tirados por perros. Félix y dos compañeros más tomaron el avión para filmar y se estrellaron apenas unos minutos después. Era el día de su cumpleaños. Para nosotros, los niños sé que en Cuba vimos la serie años después, pero eso no importa- fue un anuncio extraño, luego un vacío que no llega a la tristeza, pues la televisión da una noción de historia continuada que se parece un poco a la eternidad.
La televisión es fantasía y los niños no son tan imbéciles como para no saberlo. El Hombre y la Tierra era algo eterno también, algo seguro a las siete de la tarde, y de repente se rompe. Esa fantasía de entender a los animales sin la necesidad de padecer la misma aberración que el doctor Dolittle
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