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Hace unos cuantos días nada más, un viajero, que había recorrido nuestro país en viaje de buena vecindad, se embarcaba por el magnífico aeropuerto de Camagüey. Interrogado sobre algunas de las impresiones captadas en su tránsito por nuestra República, replicaba que, a juzgar por el número de monumentos, de mayor o menor importancia que se le han erigido, y en el cual no le aventajaba ningún otro prócer, antiguo o moderno, José Martí era en Cuba omnipresente.
Tiene razón el viajero norteño: Martí está materialmente presente, por lo menos en todos los pueblos de la República. Esto es fácil afirmarlo y comprobarlo. Y en ello no tan solo no hay nada criticable, al contrario, esta actitud de un pueblo con respecto a su guía y mentor más devoto y abnegado, merece todo nuestro aplauso. A una condición, sin embargo: que el culto no se restrinja a la erección del busto o de la estatua, sino que elevándose y espiritualizándose, nos sirva para ponernos frente por frente con él, y al ver la forma, en verdad extraordinaria en que el Apóstol se conformó en la práctica de la vida a las normas elevadas del deber ciudadano, nos estimule a reproducir en nosotros esos ejemplos, contribuyendo a levantar sobre bases firmes, de dignidad humana la fe republicana y democrática que profesamos.
Si el acto devoto a José Martí se circunscribe al monumento material, y se olvida o se relega al segundo plano su contenido didáctico, quizás si esa presencia reducida a la categoría de ornato público, a veces sumamente discutible, pusiera hasta convertirse en verdadero y propio sacrilegio patriótico. Si delante de la estatua del patriota ejemplar, del ciudadano impoluto se hacía befa y escarnio de su sacrificio y de su holocausto, maltratando ideales y principios por los cuales él luchara y muriera, si se ofende, con nuestro egoísmo y desenfrenada codicia. La República que contribuyó a fundar, por cuya estabilidad definitiva y verdadero porvenir económico poco o casi nada se ha hecho todavía, después de los cuarenta y dos años de su fundación, el gran mártir de Dos Ríos no vive entre nosotros, aunque se le hayan levantado millones de estatuas.
Señoras y señores: No nos hemos reunido en los espléndidos salones de este Liceo; cuyos antecedentes revolucionarios, apuntados por su vicepresidente, el Dr. Morejón, le hacen el escenario más apropiado para la conmemoración del natalicio del Apóstol con la finalidad de pasar un rato de rememoración patriótica. Nuestra postura debe tener significación más honda.
Los tiempos nuestros no son de bonanza, porque aparte de la tragedia guerrera que nos sacude y conmueve, el mundo se aproxima a una de estas etapas fatales en que se deciden los rumbos futuros de la humanidad. Quizás si los ciudadanos de la República, en tiempos venideros, se congreguen aquí mismo, para conmemorar no ya el natalicio de un hombre, sino de un mundo nuevo; de un mundo donde sean practicados de verdad los postulados democráticos, en donde se pueda vivir, individualmente los hombres y colectivamente las naciones, dentro de un marco de verdadera fraternidad, sin distinciones impertinentes de grandes y de chicos, de ricos y de pobres, de blancos y de amarillos.
De parecida trascendencia para sus destinos futuros, es la hora que está viviendo nuestra República es la hora que está viviendo nuestra República. Elevado a la suprema Magistratura por el voto popular, en unas elecciones de ejemplaridad inigualable, el Jefe del Partido Auténtico tiene en sus manos el encaminar a la Nación por derroteros más conformes con los postulados martianos, elevando nuestro gobierno a la categoría de administrador honrado y constructivo, con lo que justificará las esperanzas puestas en su persona por cientos de miles de sus conciudadanos, o las hará caer en los más negros abismos de la desesperanza, si la defrauda o las marchita.
Para que no se frustren esos anhelos, importa hoy más que por el pasado, servirnos de esta hora de recogimiento patriótico, a fin de reconsiderar el ideario martiano, avalado por la ejemplaridad de su vida de apóstol y por su muerte de mártir, para que nos sirva de estímulo, si marchamos por la senda de la rectitud y del bien, o de reproche, si nos hemos desviado de ese camino, comprometiendo para siempre nuestro buen nombre y el prestigio, que debiera ser para todo buen ciudadano intangible, de nuestra patria bien amada.
José Martí, señoras y señores, el aposto de nuestra independencia, nació en la Habana el 28 de enero de 1853 y murió gloriosamente en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895. Quiere esto decir que su vida y su obra se desenvolvieron en un corto lapso. Mas con tanta intensidad trabajó el obrero y tan eficazmente que al desaparecer de esta tierra, transcurridos apenas cuarenta y dos años, dejaba tras de sí, cual meteoro refulgente que surca veloz los espacios siderales, la estela luminosa de su fama indiscutible como escritor brillante y fecundísimo, inspirado aeda, erudito consumado, crítico ponderado y justiciero, filósofo, sociólogo, político y orador de conceptos altísimos, verbo flamígero, apasionado, vibrante y arrebatador.
Aunque no hubiera muerto en Dos Ríos, que es su timbre definitivo de gloria y aunque no hubiera sido el libertador de su patria, que es su mérito supremo, por su inteligencia y su obra, se le reconocería el rango de la nobleza literaria, colocándosele al lado de los Saco y de los Varela, de los Luz y Pozos Dulces, de los Arango y Milanés, de los Heredia y las Avellaneda, de los Varona y Sanguily. Aunque no hubiera sido el mártir excelso de la patria, hubiera pasado a la posteridad, sin sombra posible de duda, como escritor de fuste y reciedumbre, y el pedestal de su gloria se asentaría firmemente sobre la colección de sus escritos, en prosa y en verso, en los cuales ejercitó su ingenio de águila, manifestó en múltiples circunstancias adivinaciones de profeta voleó verdadero caudal de ideas, enjuiciando la gama de los acontecimientos y los personajes más conspicuos de su época, con tal copia de conocimientos, con tal solidez de crítica, con tal originalidad de estilo y tal hondura de penetración, que es fuerza saludarle, después de haberle leído, como una de las grandes luminarias del pensamiento continental americano.
José Martí, pertenece al escaso número de elegidos con quienes no reza el adagio filosófico: natura non facitsaltus. La naturaleza no procede por saltos. Dicho en otras palabras: Martí no conquista sus laureles paso a paso. Cuando los demás hombres a duras penas comienzan a pensar, cuando la mayoría aún no sabe hablar y escribir correctamente, ya nuestro héroe nacional, pensaba, se expresaba y escribía con la ponderación y la reflexión del hombre maduro.
A los once años, asombraba a su maestro, el dulce y exquisito poeta, inventor de juventudes y patriota depurado, el licenciado Rafael María de Mendive, con traducciones magníficas de Lord Byron: a los quince publicaba su primer poema: Abdalla; fundaba y dirigía un periódico, Patria Libre, que si entonces se suspendió, publicado el primer número, lo reeditó más tarde, fundado ya el Partido Revolucionario, lo llenó él casi íntegramente, y por cuyo motivo, según ha dicho Gerardo Castellanos, su colección completa contiene la más amplia y minuciosa palpitación del maestro.
A los diez y seis, asombra y conmueve a Madrid con la descripción de los horrores e infamias del Presidio Político, y aquel cuadro sombrío, más que la obra de un adolescente imberbe, por la elevación de su pensamiento, la entonación vigorosa del estilo parece la de una maestro consumado.
Estas manifestaciones sorprendentes no eran más que la alborada de un día esplendoroso. En las aulas universitarias madrileñas y cesaraugustanas, Martí luchando con la escasez, la pobreza y la enfermedad, remediada algún tanto por el amigo íntimo Fermín Valdés Domínguez, y tropezando con uno que otro escollo de galanteos amorosos y su irresistible afición al teatro, que frecuentaba a expensas de la comida y el vestido asimilaba conocimientos de jurisprudencia, de filosofía. Se ponía en contacto con los clásicos de la antigüedad, latinos, griegos, hebraicos, que leyó y meditó en sus idiomas originales.
Las oraciones de Cicerón se encontraron en la mochila que llevaba a cuestas. Nótenlo quienes crean que el genio es completo, sin la aplicación constante, cuando emprendía la ascensión de su calvario desde el desembarcadero de Playitas hasta la confluencia de Dos Ríos. De esa misma forja universitaria, salieron los conocimientos filosóficos que le permitieron expresar certeros juicios sobre las filosofías de Hegel, de Sheling y de Kraus; repudiar con bríos espiritualistas el rancio y deprimente concepto positivista de Darwin y Spencer.
En Zaragoza, igualmente, trabó amistad con el pintor Pablo González, en cuyo estudio pasaba horas enteras conversando de arte. La frecuente concurrencia al taller del pintor dice Félix Lizaso, habría de proporcionar a Martí lo que solo puede adquirirse de ese modo cuando no se realizan estudios metódicos: un conocimiento íntimo de los manejos de la pintura.
Es natural suponer que, en aquellas tardes del estudio de González, Martí no solo alcanza a aclarar sus ideas sobre ese arte, sino que adquiere también viéndolo pintar, ese dominio de que luego hará gala en sus escritos, que no es posible lograr por la sola contemplación. Abroquelado con tales armas, fecundado su talento con tan extraordinario bagaje de conocimientos y respaldado con el título, ganado con nota de sobresaliente de Doctor en Leyes y en Filosofía y Letras, sale de España, después de cuatro años de estadía, para dirigirse a las Repúblicas hermanas de Méjico, primero, y de Guatemala, después, donde se le rendirán honores extraordinarios por hombres del calibre artístico de Juan de Dios Peza, Gutiérrez de Nájera, Justo Sierra Altamirano y Peón Contreras.
Una linda voz cálida y emotiva parecía salir del corazón sin pasar por los labios. Las palabras eran finas, nuevas, musicales, armónicamente dispuestas como gemas combinadas en el broche deslumbrante de un joyel. El discurso analizaba la estatua; ponderaba la ejecución, comentaba la actitud; ensalzaba la generosidad del héroe y la interpretación del artista. Yo no oía: escuchaba, sentía, en un recogimiento pleno de elevación. ¿Quién derramaba así caudal tan espontáneo de elocuencia, vena tan rica de pasión y de fantasía? ¿Quién estaba improvisando arenga tan fastuosa de sonoridades de clarín y de vuelos de bandera desplegada? Mi admiración corría parejas con mi sorpresa. Aquel orador me era desconocido, su acento, ligeramente costeño, resultaba para mí un enigma. Cuando terminó, un aplauso unánime y un grito de entusiasmo desahogaron las emociones, se abrió el grupo y dio paso a un hombre pálido, nervioso, de cabello oscuro y lacio, de bigote espeso bajo la nariz apolínea, de frente muy ancha, ancha como un horizonte; de pequeños y hundidos ojos, muy fulgurantes: del fulgor sideral. Sonreía ¡qué infantil y luminosa sonrisa! Me pareció que un halo eléctrico lo rodeaba. Venía hablando todavía, Como si el sonoro río del discurso se hubiese convertido en murmurador arroyuelo de palique. Mis amigos me vieron y corrieron a mí, agitando los brazos: ¡ven! ¡ven! exclamaron: es José Martí…
El amor en Martí fue como el calor del sol que calienta todas las criaturas, cualquiera que fuera su edad, rango o condición. Amó a los niños con verdadero entusiasmo, y para ellos redactaba y publicaba, en el estilo llano y sencillo, una revista titulada la Edad de oro.
Hubo mucho amor en Martí. Amó a sus padres y a su hijo, con verdadera pasión, expresada en sus versos de Ismaelillo, pseudónimo de su hijo. Amó a todos los hombres, y en particular más acendradamente a los más pobres y humildes, y por eso escribía en sus besos sencillos: Con los pobres de la tierra, quiero yo mi suerte echar, el arroyo de la sierra me complace más que el mar.
Se enternecía extraordinariamente delante de los infortunios y sufrimientos ajenos, llegando a escribir estas palabras que dan una medida afectiva incapaz de ser superada: Yo suelo olvidar mi mal cuando curo el mal de los demás. Yo suelo no acordarme de mi daño, más que cuando los demás pueden sufrirlo por mí. Cuando yo sufro y no mitiga mi dolor el placer de mitigar el sufrimiento ajeno, me parece que en mundos anteriores he cometido una gran falta, que en mi peregrinación desconocida por el espacio me ha tocado venir a purgar aquí.
Lanzando una mirada sobre los malos, decía consternado: Aflige verdaderamente pensar en los tormentos que roen las almas malas. Da profunda pena su ceguedad. De ese amor universal nadie quedó excluido, ni sus propios enemigos. En Tampa, hay dos hermanos que denigran continuamente a Martí. Este lo sabe y por toda represalia se presenta en el dintel de su estudio fotográfico, y con una sonrisa llena de inefable dulzura, les dijo: Vengo a hacerme un retrato en el estudio de ustedes, porque sé que ustedes no me quieren bien.
Esas palabras dichas con el corazón en la mano, convierten en amigos fidelísimos a dos hombres que gratuitamente le odiaban. Magnífica es la escena descrita por Loynaz del Castillo. Estamos en la estación de Filadelfia. Loynaz y él esperan a un viajero. El tren llega y se detiene. La mirada de Martí busca a un pasajero que desciende y en cuyo rostro está pintada la confusión: Es el general Enrique Collazo. Este se acerca temeroso al Maestro y al extenderle la mano le dice: Martí, usted no ha tenido mayor enemigo que yo, en el pasado. Pero en adelante no tendrá mejor amigo.
Sabido de todos es el dicterio de cobarde que le había regalado a José Martí en carta injuriosa, por su contenido y por su tono. Conocida es también la respuesta altiva y digna de Martí y el distanciamiento de aquellos dos grandes hombres. Sin embargo, al verlo en la estación y oídas aquellas palabras, Martí las acoge con estas otras: Pero Collazo, de qué me habla usted, con tantas cosas como tenemos que tratar. Acto seguido le echa amigablemente el brazo sobre el hombro y le lleva a almorzar.
Después de haber descrito los horrores infernales padecidos por él y por infinidad de cubanos en el presidio político, por obra y gracia de los esbirros hispanos, exclamaba: Y aún no sé odiar. Previendo la horrorosa guerra que se avecinaba, escribía consternado: La guerra, la guerra. Cuánto dolor necesario tenemos que llevar a Cuba. Dispuesto ya a lanzarse a la manigua, a provocar la guerra redentora, porque escribía él que si es criminal quien desata una guerra innecesaria, lo es también el que rehúye la necesaria, y reunido en la avecina isla de Santo Domingo con el general Máximo Gómez, redacta en Monte Cristi su memorable manifiesto, modelo de templanza, de cordura y de dignidad, en el cual se leen entre otras estas magníficas palabras: Que el acento de nuestras palabras sea, principalmente en lo público, no el clamor inútil de venganza feroz, que no cabe en nuestros pechos, sino el justo cansancio de un pueblo sofocado que suspira por la emancipación de un Gobierno convicto de nulidad y malevolencia, al Gobierno propio de que es capaz y digno. Que se vea en nosotros a americanos edificadores, no a rencorosos vanos. Esa es nuestra guerra: Esa es la República que reanudamos.
En esta República, debían tener cabida, sin distingos raciales ni preeminencias de ninguna clase, todos los hombres, ya fueran cubanos, españoles, judíos, negros o blancos, sin distinción, con tal de que viviera para trabajar juntamente con nosotros por los legítimos intereses de Cuba, y en ninguna forma a medrara costa de ella.
Cuanto a ternura de alma y amor a los hombres se refiere, ha sido sintetizado por el mismo Martí en unos versos exquisitos y sublimes, en su misma sencillez que corre por los labios de todos los cubanos: Cultivo la rosa blanca / en junio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca / Y para el cruel que me arranca / el corazón con que vivo, / cardo, ni ortiga cultivo, / cultivo la rosa blanca.
Solamente así, con tal dosis de amor fraterno, de comprensión de la naturaleza humana, de compasión frente a los dolores ajenos, y con una capacidad inagotable de perdón y de paciencia sin límite, pudo lograr lo que parecía imposible, lo que aún nos parece un milagro: Sumar en un solo haz, voluntades dispersas, y hasta encontradas: una vez aunadas en su derredor, galvanizarlas y galvanizadas, lanzarlas a la contienda impar en que por fin logramos sacudir el yugo del afrentoso dominio colonial, gracias a la oportuna intervención americana y al derroche de heroísmo de los gloriosos mambises .
Esa libertad fue fruto, tanto de la inteligencia de José Martí cuanto premio y recompensa a sus virtudes y en especial, a su acendrado amor por todos sus hermanos. Esa recompensa es la que la historia siempre justiciera, tributa a los héroes. Pensando nosotros ya en el culto fervoroso, mayor según pasan los días, de los cubanos hacia Martí, nos confirmamos en un pensamiento hermoso, que acostumbraba a repetir: No puede ser que pasen inútiles por el mundo, la piedad incansable del corazón y la limpieza absoluta de la voluntad.
A espíritus, purificados en tal forma de la escoria mundanal, libres del bajo poso de apetitos y aviesas intenciones, los hombres gustan de oír predicar y son los que la Historia acepta por sus Maestros.
Martí se instaló definitivamente en Nueva York, después de una corta estadía en la República de Venezuela, durante la cual, dirigió revistas y se ganó la amistad y veneración del grande venezolano Cecilio Acosta, y la enemistad de un dictador Solapado que respondía al nombre de Guzmán Blanco. Ya el genio de Martí ha logrado su pleno desarrollo. Su actividad mental se acelera y se intensifica. Es la hora de sus famosas correspondencias al Liberal de México, La Nación de Buenos Aires.
Espesas inundaciones de tinta como las llamaba Rubén Darío, esperadas con verdadero interés por los hombres cultos de todo el Continente Americano. Formidable labor periodística en que se relataban los grandes acontecimientos se retrataba como nunca más, los grandes personajes desde Sherman a Grant, se esbozaban programas de reformas vitales concebidas, dice Jorge Mañach con asombrosa provisión.
Cuando Martí envió a La Nación de Buenos Aires su descripción del puente de Brooklyn, dijo Rubén Darío, que: era un puente literario tan grande como el de hierro y el dedicado a la inauguración de la estatua de la libertad, entusiasmó de tal manera al Presidente Sarmiento que al encomendarle su traducción al amigo Paul Groussac, le decía: En español nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y después de Víctor Hugo, nada presenta la Francia de esta resonancia de metal.
Sorprende el pensar como a un hombre enfrascado en una conspiración política de grande envergadura, que tuvo que luchar largas horas para ganarse el diario sustento, le quedara tiempo, no obstante, para tratar tan distintos asuntos, como trató: políticos, sociales, artísticos, religiosos, filosóficos, económicos y decir tantos y tan hermosos discursos. Y aun asombra más pensar que todo eso lo hiciera hallándose oprimido por la angustia y el dolor torturante de las desavenencias con su esposa que le arrancaban del alma este terrible gemido: Pasar miro hombres y pueblos sobre la tierra, como estatua que sonríe con sus dos labios de piedra.
Abarcando de una mirada las Américas y sus futuros (Martí), las dividió mentalmente en dos porciones, ya separadas entre sí por fuerza de los factores étnicos. De un lado la América Latina y del otro la América sajona. Para la América Latina fueron sus principales afectos y sus marcadas simpatías. Por grande que esta tierra sea, decía haciendo referencia a los EE. UU., y por ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo, ni nos lo pueda tener a mal, es más grande porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez€. Concibió la América Latina formando un bloque afectivo y de intereses comunes que hicieron posible el que cada uno de los habitantes de las 20 Repúblicas gritara como él: De América soy: a ella me debo.
En esta forma quedaría realizado el ideal Pan-latinoamericano de Bolívar. Objeto primordial de la política de este bloque habría de ser, nunca la hostilidad contra la otra porción de origen sajón que: No era cuerdo ni viable fomentar, como algunos hicieron y siguen haciendo con olvido de la enseñanza Martiana y sus consiguientes manifiestos peligrosos, y porque -son palabras textuales de Martí-: Con el decoro simple y la sagaz independencia, no es imposible y es útil ser amigo. He aquí en síntesis breve y luminosa, el camino a seguir en nuestras relaciones con el norte: Amistad, a base del decoro y la sagacidad política y económica, porque cuando el económicamente débil se halla compelido a vivir dentro de la atmósfera económica del fuerte y depende exclusivamente de él para su comercio de exportación o importación, acaba por convertirse en un satélite, sin vida propia, ofreciendo el triste espectáculo de una nación que espera de otros y no de sí propia , la decisión que lleva aparejada prosperidad o desastre para su pueblo.
Además, de sagacidad política y económica, quería Martí que presidiera el decoro en nuestras relaciones con EE. UU. ¿Qué entendía con ello el maestro? Oíd la importante lección de sus propios labios: No hay modo más seguro y digno, de obtener la amistad del pueblo norteamericano, que sobresalir ante sus ojos en sus propias capacidades y virtudes. Los hombres que tienen fé en sí, desdeñan a los que no se tienen fé; y el desdén de un pueblo poderoso es mal vecino para un pueblo menor. A fuerza de igualdad en el mérito, hay que hacer desaparecer la igualdad en el tamaño. Adular al fuerte y empequeñecérsele, es el modo certero de merecer la punta de su pie, más que la palma de su mano. La amistad indispensable de Cuba y los EE. UU. , requiere la demostración contínua por los cubanos de su capacidad de crear, de organizar, de combinarse, de entender la libertad y defenderla, de entrar en la lengua y los hábitos del Norte, con más facilidad y rapidez que los del Norte en las civilizaciones ajenas. Los cubanos viriles y constructores son los únicos que verdaderamente sirven a la amistad deseable de los EE. UU, y de Cuba.
Con el mismo equilibrio, señoras y señores, y la misma ponderación de que hacía gala al definir las bases sobre las cuales había de ser posible la colaboración de todo el continente americano, cuya falta de unidad tanto hemos lamentado en este trance de proporciones mundiales, se expresó Martí, sobre ese otro grande conflicto social provocado por el desplazamiento de las riquezas en sentido unilateral con el consiguiente enriquecimiento desmedido de unos, a expensas de la privación, hasta de lo más necesario, en la existencia de los demás. Estaría aquí completamente fuera de lugar, señalar los rumbos por los cuales se ha producido dentro del seno de las sociedades europeas y americanas, el desequilibrio de las riquezas, su mala distribución criticada acerbamente por los Papas, por los hombres de corazón y por los agitadores sociales desde Carlos Marx hasta Lenin.
Ese desequilibrio económico, en la forma en que lo presenciamos, escandaloso, tiránico, despiadadamente egoísta, e impiadosamente gélido, ante las angustias ajenas, tiene que desaparecer de la sociedad a surgir después de la guerra. Las jóvenes generaciones que se inmolan generosamente para impedir que caigan sobre el mundo la opresión de los dictadores europeos, no lo hacen por cierto para que la mayor parte de la humanidad siga viviendo con el apremio de una vida sin pan suficiente, sin techo higiénico, sin reposo y sin la seguridad indispensable contra el infortunio, la enfermedad, la vejez y la muerte. O la propiedad se humaniza o si piensa seguir desatendida de sus deberes primordiales, la propiedad desaparece. Dilema fatal que quiso Martí precaver y prevenir, aconsejando medidas radicales, como las que se están efectuando en Norteamérica. Pero eso sí, sin que la necesaria emulación, hecha a base de exigencias justas y legítimas salgan nunca del cauce legal, dentro del cual hay campo suficiente para el remedio a los males de la sociedad…
Diógenes, escribe, escribe. Todo lo que sucede a su alrededor queda plasmado en su manía. En el guion que escribe a Tarantino un cubano radicado en Estados Unidos encarga a un grupo de personas de dud... Más info